Alejandro Nadal*
La Jornada
Miércoles 9 de febrero de 2005.- En el debate sobre la Ley de bioseguridad de organismos genéticamente modificados (OGM), a punto de ser votada en el Senado, la Academia Mexicana de Ciencias se vio arrastrada a la discusión de una manera desafortunada. No es la primera vez que esto sucede, pero debiera ser la última.
El problema de fondo es que la Academia Mexicana de Ciencias (AMC) no ha auspiciado una investigación sobre bioseguridad en México. Por esa razón, es absurdo hablar en su nombre y afirmar que esta organización tiene una postura sobre la ley de bioseguridad.
Si se hubiera realizado esa investigación habría abordado, por lo menos, los siguientes temas. Primero, el estudio hubiera tenido que considerar los posibles impactos de la liberación de organismos genéticamente modificados en un país megadiverso, como México, incluyendo en sus áreas naturales protegidas y reservas de la biosfera.
Segundo, habría examinado las implicaciones de liberar OGM en una región que es centro de origen y de variabilidad genética de varios cultivos, entre los que destacan el maíz y el frijol. La domesticación y diversificación de algunos de estos cultivos son procesos dinámicos y no se han detenido, por lo que habría que proteger a los actores que mantienen vivo este desarrollo. Tercero, la pesquisa hubiera analizado las repercusiones sobre la agricultura mexicana, tomando en cuenta la estructura de la producción, y en especial la agricultura campesina en la que los productores han sido los curadores de recursos genéticos durante varios miles de años. En materia de bioseguridad la protección de los productores convencionales y orgánicos es prioritaria, preservando su derecho a no utilizar OGM.
Cuarto, un estudio habría examinado los compromisos derivados del Protocolo de Cartagena para el régimen de bioseguridad en México, tomando en cuenta que ese tratado internacional prohíbe a los signatarios adoptar regímenes de protección menos estrictos de lo que fija ese instrumento. Quinto, ese estudio habría abordado el tema de la regulación de los OGM para consumo humano directo y su articulación con el régimen de la OMC por sus implicaciones en futuras controversias comerciales. También habría considerado el derecho de consumidores y productores a escoger entre artículos convencionales y aquéllos con OGM, analizando el tema del etiquetado obligatorio para productos con OGM o sus derivados. Sexto, una investigación sobre bioseguridad tendría que tomar en cuenta la articulación del régimen regulatorio para OGM y las ramificaciones de la legislación sobre propiedad intelectual. También tendría que haber considerado las implicaciones en materia de acceso a recursos genéticos pues la biopiratería también es un tema de bioseguridad.
Séptimo, y quizás el punto más importante, una pesquisa sobre este tema hubiera llevado a cabo un análisis exhaustivo del régimen de responsabilidad y de reparación de daños en materia de bioseguridad. Este punto es la piedra angular de un régimen de bioseguridad pues permite un equilibrio sano entre innovación tecnológica y protección de la salud humana y del medio ambiente. Sin un régimen de responsabilidad objetiva, no hay protección y no hay incentivos para que las empresas y laboratorios reduzcan los riesgos.
La ausencia de un estudio sobre estos temas no ha impedido a algunos hablar en nombre de la Academia Mexicana de Ciencias. Sin duda están en su derecho de opinar a título individual, pero es cuestionable hacerlo como portavoces de una comunidad científica. Por ejemplo, el doctor Francisco Bolívar hizo declaraciones en ese sentido, hasta que tuvo que rectificar y hablar sólo a nombre del comité de biotecnología de la AMC. De todos modos, eso no libera a dicho comité de la necesidad de realizar un estudio sobre el tema de la bioseguridad. Sin un estudio sobre bioseguridad que lo respalde, las opiniones de Bolívar son sólo eso, opiniones.
Con esa forma de conducirse, los científicos que promueven leyes sin conocer sus implicaciones alejan a la Academia Mexicana de Ciencias de sus ideales. Hay dos consecuencias de eso. Primero, eso daña a la Academia al restarle credibilidad. Opinar sin conocer difícilmente puede aceptarse como divisa de una academia de ciencias. Segundo, en el caso de la Ley de bioseguridad, la Academia no puede ignorar que hay una fuerte polémica sobre su contenido y no se puede comprometer su integridad abrazando ciegamente una de las posiciones en ese debate.
En el futuro, sería deseable que la AMC aprenda de las experiencias de otras academias en el mundo y funcione con comités y estudios académicos serios. En Estados Unidos, por ejemplo, las National Academies of Sciences mantienen una presencia activa en una gran multiplicidad de temas a través de sus comités. Los integrantes de esos comités pueden o no ser miembros de la NAS, y su contribución es pro bono, es decir, no remunerada. Un código de ética regula la participación de todo científico en los comités, evitando conflictos de interés, y los resultados de sus trabajos están disponibles en línea. Cuando hay controversias, los estudios reflejan todos los puntos de vista. Este tipo de mecanismos permitiría a la AMC contribuir de manera constructiva en los grandes debates nacionales.
* Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias