A Ciencia cierta
31 de mayo de 2005
Jean-Philippe Vielle Calzada*
Sorprende constatar que a pesar de los vaivenes políticos y económicos que nos convierten históricamente en una especie en peligro de extinción, los científicos mexicanos mantengamos cierta capacidad reproductiva. La única manera de explicar tan poderoso instinto de sobrevivencia es evocando un secreto a voces: a los científicos nos nutre la ignorancia. Por lo mismo, nos cuesta trabajo vivir sin la búsqueda incesante del conocimiento.
La ciencia es para nosotros el medio por el que tratamos de emocionar al mayor número posible de seres humanos ofreciéndoles una imagen privilegiada y coherente de lo que nos rodea. A veces lo logramos, y entonces esa imagen se convierte en un pedazo de cultura universal.
Aquel que escoge un destino científico porque se siente diferente aprende rápidamente que sólo podrá trascender en la medida en que reconozca lo mucho que se parece a los demás. Los científicos no menospreciamos nada y nos apasionamos con asombro por todo; nos obligamos a comprender en lugar de juzgar, a buscar una explicación rigurosa antes de emitir un veredicto que evalúe la veracidad de lo novedoso. Y es así como forjamos nuestro oficio: en un perpetuo ir y venir entre nosotros y los demás, entre la belleza trascendente del descubrimiento y su extraordinario valor como bien de consumo cultural para nosotros y para los que nos rodean.
De la misma manera que resulta imposible predecir cual será el devenir de nuestros hijos recién nacidos, no podemos anticipar que es lo que a un nuevo descubrimiento el futuro le depara. Pero sabemos que su existencia es la única forma que hay de aspirar a generar bienestar y progreso productivo. Y sin la búsqueda inovadora de ese descubrimiento, no sería posible anhelar la transformación de la inaceptable condición humana que prevalece en nuestro país.
Raro es el científico mexicano que al dejar su oficio tiene éxito como funcionario público en el poder. Existe en general un respeto genuino por el esfuerzo que exige el dominio y el ejercicio de la disciplina. El verdadero científico mexicano sabe que su actividad nunca podrá sustraerse al juicio de la Historia, una historia que en este caso escriben los expertos más conocedores.
Nuestra comunidad científica se encuentra en busca del tiempo perdido, pues continuamente se deja alcanzar por el destino que le imponen otras naciones. Para colmo, envejece a pasos agigantados. Cuando los galardonados con el premio de la Academia tengan 28 y no 38 años, México estará en medida de controlar su propio destino científico y tecnológico.
Es urgente que hagamos uso de nuestra mayor intuición y experiencia para identificar el talento de los más jóvenes y dirigir nuestra apuesta científica hacia ellos.
El talento es invaluable por escaso, no reconoce estratos económicos ni privilegios heredados, por eso requiere estímulos y protección. De nosotros depende que la ciencia mexicana más trascendente, la de mayor impacto, esté todavía por llegar. Por supuesto que es fundamental aspirar a ser parte de ella, pero no hay mayor gratificación que la de anhelar que llegue asociada al linaje de nuestros estudiantes.
Así lo aprendimos de nuestros predecesores. Marcos Moshinsky, Raúl Hernández Peón, Pierre Crabbé y Octavio Obregón, por mencionar a algunos.
No hay 15 maneras distintas de alcanzar la excelencia científica. Hay sólo una que encuentra sus fundamentos en el trabajo tenaz, en el espíritu crítico, y en un toque intuitivo de imaginación que brota de repente cuando existe un ambiente intelectual fértil y enriquecedor, competitivo pero generoso.
*El autor pronunció estas palabras al recibir el premio de Investigación 2004 en el írea de Ciencias Naturales, otorgado por la Academia Mexicana de Ciencias.