La barroca Suprema Corte mexicana

Excélsior
2 de marzo de 2007
Ana Laura Magaloni

Las declaraciones del ministro Aguirre pasarán a la historia. Para él, el VIH es ¡un serio severo problema bacteriológico!. Uno le dirí­a: ¿por qué no solicita ayuda a la Academia Mexicana de Ciencias para enterarse de la diferencia entre bacterias y virus?

¡Soy consciente de que temas como este provocan de pronto que se dé la impresión de que hay (ministros) buenos y malos… yo creo que no hay buenos y malos en un órgano jurisdiccional que cumple su función!. Esto dijo el ministro Azuela en una de las sesiones en donde se discutió la constitucionalidad de los preceptos que determinan la expulsión de los miembros del Ejército por haber contraí­do VIH. Sin embargo, yo creo que la sola lectura de las versiones estenográficas de dichas sesiones nos permiten afirmar todo lo contrario: en la Corte sí­ existen ministros buenos y malos, no por el sentido de sus argumentaciones, sino por la calidad de las mismas. El ¡caso del VIH!, si se le puede llamar así­, puso a la luz pública la enorme heterogeneidad que existe entre los ministros en cuanto al nivel y calidad de sus argumentos. Esta heterogeneidad provoca que el proceso de discusión entre ellos sea lento, barroco y, muchas veces, fuera de foco.

El caso, como afirma Denise Maerker, ¡tuvo un final feliz!. Por una votación de ocho contra tres, la Corte determinó que eran discriminatorias y, por lo tanto, inconstitucionales las disposiciones legales que establecen como causa de baja del Ejército haber contraí­do VIH. Los ministros Cossí­o y Silva Meza, me parece, fueron los que establecieron la cordura y racionalidad de la discusión. Primero, el ministro Cossí­o señaló que, lo primero que tení­a que hacer el tribunal, era atender a los elementos fácticos sobre la enfermedad del VIH. Sólo así­ la Corte podrí­a evaluar correctamente la racionabilidad y justificación de las normas impugnadas. Para ello, el ministro Cossí­o solicitó a la Academia Mexicana de Ciencias que le resolviera un conjunto de preguntas básicas. Las respuestas son conocidas por cualquier persona medianamente informada: el VIH es una enfermedad crónica que se puede controlar con el tratamiento adecuado y que no provoca ninguna limitación fí­sica o mental para que el paciente realice cualquier actividad laboral o social. Además, el ministro Cossí­o se refirió a la forma en que otros paí­ses y otros tribunales constitucionales han tratado este tema y concluye que, en su opinión, no hay ninguna justificación para dar de baja del Ejército a quien haya contraí­do VIH.

En el mismo sentido, Silva Meza, quien aporta otros elementos interesantes al análisis, como la Norma Oficial de la Secretarí­a de Salud y los tratados internacionales de derechos humanos suscritos por México, concluye que ¡es inadmisible que el legislador desconozca los esfuerzos nacionales e internacionales para desestigmatizar a la enfermedad y, por el contrario, termine discriminado a un grupo social, ya de por sí­ vulnerable, que tiene que cargar el peso de la enfermedad fatal!.

Ambas intervenciones, me parece, son sólidas, persuasivas y bien argumentadas. El problema no fue que hubiesen existido argumentos en contra; eso forma parte del proceso colegiado de toma de decisiones. Sino que, a partir de la intervención de Cossí­o, la Corte se dedicó por casi dos dí­as a discutir un tema menor y completamente fuera de foco del problema central: si era o no admisible que el ministro Cossí­o hubiese solicitado la opinión de la Academia Mexicana de Ciencias. A los ministros Azuela, Góngora y Aguirre les parecí­a que ello no era propio de un juzgador; que las partes deberí­an haber aportado sus pruebas periciales correspondientes. Azuela, incluso, señala que el asunto tení­a que ser devuelto al juzgado de distrito para que integrara esas pruebas. El resto de los ministros consideraron lo contrario.

Sin embargo, el problema fue que uno tras otro, con intervenciones extensas y barrocas, terminaron discutiendo este tema, para dejar de lado el asunto principal. No sé de ningún tribunal constitucional que funcione bien en donde la aportación de conocimiento cientí­fico por parte de uno de sus jueces sea materia siquiera de discusión. Es evidente, como señaló Cossí­o, que dicha información, más allá de cualquier consideración procedimental, es fundamental para que un tribunal tome una decisión razonada y razonable. Algo tan elemental y de sentido común terminó monopolizando buena parte del debate.

Un tribunal constitucional no puede permitirse no estar bien informado sobre los múltiples problemas sociales. Pensar, como lo hace el ministro Aguirre, que con ¡el solo conocimiento común y ordinario! se pueden construir buenas decisiones, es una aberración. De hecho, todo indica que dicho ¡conocimiento común! a veces no es más que pura ideologí­a y prejuicios. Las declaraciones del ministro Aguirre creo que pasarán a la historia en este sentido. Para él, el VIH es ¡un serio severo problema bacteriológico!. Uno le dirí­a a Aguirre: ¿por qué no solicita ayuda a la Academia Mexicana de Ciencias para enterarse de la diferencia entre las bacterias y los virus?

En suma, una vez más volvemos a constatar que nuestra Corte sigue siendo un tribunal constitucional a medias. Más allá de cómo votaron este asunto, lo cierto es que los ministros se dedicaron a discutir temas periféricos irrelevantes y dejaron de lado las preguntas centrales que planteaba este asunto central: ¿cuáles son los lí­mites constitucionales del régimen de excepción del Ejército?, ¿dónde termina su discrecionalidad para disciplinar y ordenar a las Fuerzas Armadas y dónde comienzan los derechos fundamentales de los miembros del Ejército?, ¿cuál es la diferencia entre la relación laboral de un empleado común y un miembro del Ejército? y, finalmente, ¿qué significa para los ciudadanos de este paí­s, incluidos miembros del Ejército, el derecho a no ser discriminado?

ana.magaloni@cide.edu

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