La Jornada
14 de diciembre de 2006
Octavio Rodríguez Araujo
Podría pensarse que las declaraciones del analfabeto funcional y diputado Raúl Padilla Orozco, sobre la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), quedaron ya en el anecdotario de lo absurdo en México, pero no. Sigue estando presente el embate contra las universidades públicas del país, detrás del cual asoman la cabeza las universidades privadas reproductoras de un mito lamentablemente creciente: que son de excelencia.
Si las universidades privadas fueran de excelencia, como se autodefinen, producirían la mayor parte de la investigación teórica y aplicada del país y sus académicos serían masivamente miembros del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia Mexicana de Ciencias. Pero no es el caso. Lo mejor que han logrado sus académicos es una aceptable traducción de los libros y artículos producidos en las universidades de Estados Unidos, por lo que sus conocimientos no son resultado de investigaciones propias. Sus profesores, que en general no hacen investigación, son repetidores de los avances científicos realizados por los profesores de otras universidades, principalmente extranjeras y hasta de la UNAM que tanto critican.
Alrededor de 50 por ciento de la investigación que se hace en México es producida en la UNAM, y este dato es uno de los indicadores tomados en cuenta en los diferentes estudios comparativos que se han hecho sobre las universidades del mundo, desde los realizados por la Shanghai Jiao Tong University en 2003, 2004 y 2005, hasta el más reciente de The Times de Londres.
En todos estos estudios la UNAM es la número uno de México y una de las cien más importantes del continente americano, desde Canadá hasta Argentina. En este rango de universidades prestigiadas no figura ninguna de las universidades privadas del país; ergo, éstas no son de excelencia, aunque sí buenos negocios y formadoras de cuadros para las empresas que las patrocinan.
De lo anterior se deriva que querer castigar presupuestalmente a las universidades públicas mexicanas y concretamente a la UNAM sería no sólo un gran desatino, sino un suicidio nacional. Ningún país del mundo se ha desarrollado desincentivando la investigación científica y tecnológica, ni inhibiendo las ciencias sociales y las humanidades. Todo lo contrario. Todos los países desarrollados, tanto en momentos gobernados por la derecha como por la izquierda, han destinado enormes cantidades de dinero, público y privado, para el desarrollo de la investigación en todas las áreas imaginables.
En muchos países de Europa, además, incluso bajo gobiernos de derecha, la educación pública superior ha sido y es gratuita y financiada por el Estado precisamente para que el abanico de oportunidades quede abierto a todos sus habitantes sin más requisito que sus capacidades para seguir una carrera profesional o un posgrado.
En México, donde la pobreza de sus habitantes es incomparablemente mayor que en el llamado viejo continente, no faltan los que insisten todavía en cobrar inscripciones y colegiaturas a los estudiantes y disminuir los subsidios estatales a las universidades públicas. Una gran ironía, incomprensible para un alemán o un francés, por ejemplo.
No quiero politizar el tema, aunque en los hechos esté politizado precisamente por la idea que ha tenido el Partido Acción Nacional sobre las universidades públicas, desde hace unos 20 años y no sólo a partir del actual gobierno de Felipe Calderón. Baste recordar que no fue la izquierda la que escribió el artículo tercero constitucional en su actual versión. Cuando se dijo que la educación que imparta el Estado será gratuita gobernaba el país Manuel Avila Camacho. Cuando se elaboró la Ley Orgánica de la UNAM también gobernaba el mismo presidente. Cuando se dijo que la UNAM sería subsidiada por el Estado y que sería un organismo público descentralizado autónomo del Estado, no fue la izquierda la que lo propuso, sino los liberales, los mismos que se opusieron a una sola visión de universidad, que defendieron la pluralidad y con ésta, base de la autonomía, la libertad de cátedra y de investigación, un gobierno propio elegido por los universitarios y sin relaciones jerárquicas con el gobierno federal, y el manejo, también autónomo, de su presupuesto aprobado por la Cámara de Diputados.
Esto es lo que se defiende. Es lo que defiende nuestro gran rector, Juan Ramón de la Fuente; es lo que defendemos los universitarios: mantener la esencia de la UNAM como la define su Ley Orgánica, mejorarla constantemente como centro de educación, de investigación y de difusión de la cultura, fortalecerla económicamente para que ninguno de sus programas tenga que ser suspendido, para que siga siendo lo que es y todavía mejor.
En esta ocasión no estoy escribiendo como analista político, sino como universitario, como profesor emérito de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, como investigador nacional nivel III y como miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias.
No politizo el asunto. Simplemente me sumo al clamor académico, científico y cultural por sensibilizar a los diputados, incluso a los de Acción Nacional, para que no cometan el error histórico de aprobar un presupuesto que puede afectar no sólo a las universidades públicas del país, sino también al IPN, CNCA, INAH, INBA, Imcine y los canales culturales 11 y 22 de televisión.
Las ciencias y la cultura no son un lujo en ningún país, sino una necesidad tan vital como el aire que respiramos.