El desarrollo futuro de la ciencia en México

La Crónica de Hoy
28 de junio de 2006
Ruy Pérez Tamayo

Cuando se compara el estado de la ciencia en México a principios del siglo XX con el que muestra en el año 2006, las diferencias son notables y ocurren en todos los niveles en sentido positivo. Al iniciarse el siglo pasado la comunidad cientí­fica mexicana era minúscula, no tení­a posibilidad alguna de crecimiento, los recursos para financiarla no existí­an y su productividad se limitaba a repetir lo que vení­a del extranjero, especialmente de Francia. Naturalmente, a todo lo anterior habí­a excepciones, algunas notables, pero eran precisamente eso, excepciones. La situación no mejoró de manera notable hasta la segunda mitad del siglo XX, en que cada vez con mayor presencia y vigor empezaron a consolidarse diferentes grupos de investigadores, se formaron las primeras ¡escuelas! en distintas especialidades y la calidad de algunos trabajos alcanzó nivel internacional. Todo esto ante la indiferencia (cuando no la hostilidad) del Estado, pero con el apoyo decidido de la UNAM y de otras pocas instituciones públicas de educación superior. Fue hasta principios de 1970 que el gobierno empezó a mostrar cierto interés en la ciencia y la tecnologí­a, al principio mucho más en los discursos que en los hechos, pero es innegable que para el año 2000 la conciencia sobre la importancia potencial de la ciencia en el desarrollo del paí­s ya parecí­a formar parte (por lo menos en los discursos) de la postura oficial de las autoridades administrativas. Pero esa transformación no se generó por iniciativa de las esferas oficiales sino que se produjo gracias a la tenacidad y a la insistencia de los propios grupos de cientí­ficos, que con gran decisión mantuvieron una actividad continua y creciente contra viento y marea. Fue la propia comunidad cientí­fica la que promovió la formación de Conacyt (y no el gobierno); la que generó y conservó la iniciativa de su propio desarrollo (y no los Planes Oficiales); la que institucionalizó a la ciencia en la UNAM (una vez que obtuvo su autonomí­a del Estado); la que fundó la Academia de la Investigación Cientí­fica (Academia Mexicana de Ciencias; la que ideó y fundó el Cinvestav (y no la Secretarí­a de Educación), la que promovió el SNI (y no el presidente De la Madrid); la que propuso la creación del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia (y no el presidente Salinas). Ninguno de los episodios fundamentales en el formidable crecimiento de la ciencia en la segunda mitad del siglo XX en México fue idea o promoción inicial del gobierno; en todos ellos la iniciativa partió de la propia comunidad cientí­fica y al final el Estado no pudo menos que aceptar la situación y seguir las direcciones señaladas por los grupos lí­deres de los investigadores, aunque después siempre se adjudicó los méritos respectivos.

El salto cuántico de la ciencia y la tecnologí­a en México en la segunda mitad del siglo XX lo apreciamos mejor los que ya formábamos parte de la comunidad cientí­fica en 1950, antes de que se inaugurara la Ciudad Universitaria, y 55 años después, a principios del siglo XXI, todaví­a seguimos haciendo investigación. De no tener espacios ni equipos propios para realizar el trabajo, ni recursos especiales para financiarlo, ni nombramientos de investigadores, ni reconocimiento institucional o social de esa actividad como académica, ni organismos oficiales encargados de apoyarla y promoverla, ni reconocimientos ni premios por realizarla, pasamos en el lapso de poco más de dos generaciones a una situación que al principio nunca hubiéramos podido creer posible. En la actualidad ya hay laboratorios especí­ficamente diseñados y equipados para la investigación, nombramientos de investigador, donativos para financiar proyectos, amplio reconocimiento del valor académico de la ciencia, organismos como Conacyt, el SNI, la DGAPA (en la UNAM), la FONEPA (en el IPN), y otros más, encargados de fomentar y financiar la investigación, y un abanico de reconocimientos y premios para los mejores investigadores. No reconocerlo serí­a cerrar los ojos ante la realidad histórica, y aunque esto quizá podrí­an hacerlo los jóvenes cientí­ficos recién graduados, naturalmente impacientes con la situación en que se encuentran hoy en el año 2006. No podemos soslayar que el motor y la fuerza de los cambios referidos no fue el Estado, no fue el presidente X o el secretario Y, no fue el Poder Legislativo ni el Proyecto de Desarrollo Z, sino que fuimos nosotros mismos, los miembros de la comunidad cientí­fica, que no sólo logramos sobrevivir sino que además supimos promover y prestigiar la enorme contribución que el conocimiento de la realidad podí­a hacer al desarrollo integral de la sociedad mexicana.

Lo anterior me lleva a considerar un escenario optimista para el futuro de la ciencia en México. No anticipo que las autoridades sufran una mutación positiva que favorezca un saludable crecimiento cientí­fico en el paí­s, pero en cambio estoy convencido, por las razones históricas que he mencionado, que nuestra comunidad continuará creciendo y reforzándose cada vez más, conforme aumente el nivel educativo medio de la población y la sociedad vaya reforzando su conciencia del enorme valor que tiene la ciencia para su propio desarrollo y bienestar. No hay duda que la opinión pública, cuando se expresa con suficiente energí­a y decisión, puede decidir la marcha de los acontecimientos. Es cierto que la opinión pública puede ser manipulada por la demagogia y el control de la información, y que esta manipulación será más duradera mientras más ignorante sea la sociedad; la historia está llena de ejemplos de este tipo, pero el más cercano a nuestro paí­s es la hegemoní­a de 70 años de un solo partido polí­tico, el PRI. El escenario realista del futuro de la ciencia y la tecnologí­a en México se basa en la hipótesis de que su desarrollo a partir de la segunda mitad del siglo XX fue consecuencia del aumento en la conciencia social de su importancia para el beneficio del paí­s. Entre profesores y estudiantes universitarios (o sea, en la clase social mejor informada y que va a insertarse en el sector público y a representar la fracción más avanzada y más influyente de la sociedad) la idea de que la ciencia y la tecnologí­a pueden y deben contribuir al beneficio cultural, social y hasta económico de todos los mexicanos no serí­a extraña. El argumento es que a partir de la segunda mitad del siglo XX ese sector de la sociedad, que podrí­a llamarse ¡ilustrado!, creció en forma saludable gracias en parte al buen estado de la economí­a, que en el lapso 1950 ( 1980 tuvo un crecimiento promedio del 6.0% anual, lo que permitió mayor movilidad social a por lo menos una parte de la población.

Si ni la indiferencia de las autoridades ni la crisis económica pudieron evitar el crecimiento de la ciencia en nuestro paí­s desde la segunda mitad del siglo XX, la fuerza del sector de la sociedad civil que lo promovió aparece como considerable y permite sugerir que, de conservarse las mismas condiciones en el futuro, tendrá cada vez mayor peso e influencia. Esto no significa que la escasez de recursos y el desinterés del gobierno no hayan tenido una influencia negativa; es claro que la tuvieron, por lo que debe aceptarse que el desarrollo de la ciencia en los últimos 56 años ocurrió a pesar y en contra de esas influencias. De ser así­, se refuerza la hipótesis en que se basa este escenario realista del desarrollo de la ciencia en el futuro en México, y además permite postular que durante un tiempo, digamos la primera mitad del siglo XXI, la situación seguirá siendo la misma, o sea que la ciencia del paí­s seguirá creciendo como lo ha hecho hasta ahora, a pesar y en contra de las crisis económicas y del abandono del gobierno, que seguirán pesando como elementos negativos en el proceso.

*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias (CCC)
*Profesor Emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México
*Miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua

consejo_consultivo_de_ciencias@ccc.gob.mx

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