La otra mitad de la ciencia

La Jornada
8 de marzo de 2009
Juan Neponte

A finales del siglo XVIII, con apenas 38 años de edad, murió Mary Wollstonecraft, a escasos días de haber dado a luz a su segunda hija, debido a una infección de la placenta (no poco frecuente en esa época), dejando una enorme cantidad de proyectos literarios pendientes.

La hija en cuestión creció sin contratiempos fuera de lo común y fue bautizada como Mary Wollstonecraft Godwin, aunque después cambió su nombre por el de Mary Shelley para firmar su novela gótica Frankenstein o el moderno Prometeo, en la que se da cuenta de ese “monstruo incontrolable que no se halla en su cuerpo, en el mundo y es un ser puro corrompido por el mundo y la sociedad”, en palabras del poeta mexicano Vicente Quirarte.

Pero el legado de Wollstonecraft no se termina con venir a convertirse en algo así como la abuelita del monstruo del Doctor Frankenstein, sino que se materializa en 1792 –cinco años antes de morir–, cuando publicó una obra “dirigida a la clase media”, para ella “la posición social más natural”, cuya influencia no hizo más que aumentar con el paso de los años: A Vindication of the Rights of Woman: with Strictures on Political and Moral Subject (Vindicación de los derechos de la mujer, en la traducción al castellano), que cimbró algunas buenas conciencias en la Inglaterra previctoriana, con oraciones como: “Cuántas mujeres han desperdiciado sus vidas en una existencia infeliz, pudiendo haber ejercido como médicas, haber sido responsables de una granja o haber manejado una tiendo, en una posición recta y decorosa, respaldadas por su propia empresa, en vez de dejar olvidar sus cabezas al rocío de la sensibilidad, que consume la belleza de aquello a lo que primero dio lustre […] Hombres, si trozaran nuestras cadenas y fueran felices con una amistad racional en vez de una obediencia esclava, nos encontrarían hijas más atentas, hermanas más cariñosas, madres más razonables, en una palabra, mejores ciudadanas.”

En su Vindicación de los derechos de la mujer, Mary Wollstonecraft demanda que las mujeres tengan una educación proporcional a sus roles en la sociedad, ya que son un elemento fundamental para las naciones, y podrían transformarse en auténticas compañeras de sus maridos, en vez de simples “esposas, adornos o propiedades”.

Mujeres en la ciencia

La ciencia ha sido uno de los acicates para la construcción de una sociedad que combata la intolerancia, los dogmatismos y la falta de imaginación. En La ciencia y el sexo, Ana María Sánchez Mora nos presenta una original reunión de informados puntos de vista en torno a la ciencia y su divulgación, enfatizando el papel de las mujeres en ello. Sánchez Mora se pregunta: “Qué método de razonar coincide con la Ilustración, una de cuyas gemas es la primera declaración de los derechos humanos? ¿Qué factor ha sido determinante para derrumbar la creencia en la brujería y las supersticiones alrededor de las mujeres? ¿Qué tipo de consideraciones han logrado echar por tierra suposiciones de cerebros más pequeños, estados de infantilismo perpetuo, histerias “charcotianas”, todos ellos productos de la naturaleza femenina? ¿Qué postura permite un debate serio y racional sobre la pobreza, la sobrepoblación, el aborto y la anticoncepción? ¿Cómo se supo que la mujer no es un continente oscuro en espera de ser conquistado o exorcizado, sino un miembro de la especie humana, con características biológicas y psicológicas propias? La respuesta a todas estas cuestiones, ya lo habrán adivinado, es la ciencia”.

Como toda actividad social, la investigación científica también ha estado forzada adaptarse a nuevas formas de relación entre investigadores e investigadoras. La revista Nature organizó en 1999 una serie de debates en torno a las mujeres y la ciencia, a partir de la pregunta inicial de Nancy J. Lane: ¿Por qué hay tan pocas mujeres en la ciencia?

La otra mitad de la ciencia

Lane mostró un trabajo recién finalizado en Inglaterra, Dinamarca y Finlandia, donde se presentaba que las científicas debían ser 2.2 veces más productivas que sus colegas hombres para garantizarse un apoyo financiero equivalente, tanto para el desarrollo de sus proyectos de investigación, como en su mismo salario. Estos señalamientos tuvieron un impacto directo en la manera de organizar las academias científicas europeas (a pesar de que, evidentemente, aún siguen existiendo marcadas diferencias de género) y fueron orientando las discusiones hacia otros tópicos como por ejemplo: ¿por qué hay tan pocos científicos (ya sea hombres o mujeres)? Varias de las conclusiones apuntaron hacia la mala comunicación pública de los modelos de investigadores que pudieran servir para que más personas se interesaran en desarrollar una carrera científica.

Esto es particularmente evidente en el caso de científicas, que parecen tener la batalla perdida ante los grandes iconos masculinos de la ciencia: Pitágoras, Galileo Galilei, Isaac Newton, Charles Darwin, Albert Einstein…

Poco o nada se habla de Aspasia de Mileto, quien hace 2 mil 400 años investigó y escribió sobre lo que ahora conocemos como ginecología, obsetricia y cirugía; de Marie Meurdrac, que en la Edad Media publicó un avanzado tratado de química; de Sofía Kovalevskaya y sus extraordinaria labor matemática, quien fue la primera persona capaz de describir formalmente el movimiento de un trompo; de Carolina Herschel, quien construyó telescopios y descubrió y catalogó diferentes objetos celestes a principios del siglo XIX; de Bárbara McClintock y sus investigaciones en genética y citología, que le valieron el premio Nobel 1983; de Rita Levi Montalcini, quien a pesar de las leyes fascistas en contra de los judíos en su natal Italia continuó investigando el funcionamiento del cerebro hasta descubrir el factor de crecimiento neurológico; o de Rosalind Franklin, quien obtuvo las imágenes del Acido Desoxirribo Nucleico (ADN) que sirvieron como base para los trabajos de Francis Crack y James Watson sobre la estructura de la doble hélice del ADN, aunque ella no formó parte del equipo que recibió el premio Nobel de Fisiología de 1962, aunque sí fue incluido Maurice Wilkins, quien había robado el material de Rosalind Frankiln.

Un asunto de familia

El matrimonio formado por Maria Sklodowska-Curie y Pierre Curie obtuvo el premio Nobel de Física en 1903 por sus investigaciones sobre la radioactividad. Poco después, en 1910, Maria obtuvo nuevamente el premio Nobel de Química, por descubrir dos elementos: radio y polonio, pasando a la historia como la primera persona en conseguir en dos ocasiones la máxima distinción científica.

Como nos recuerda Paul Strathern, a Maria Curie se le presenta muchas veces como “si se tratara de una santa, a pesar de tratarse de una mujer apasionada, tanto en su obra como en su vida. Desesperadamente desgraciada en el amor, tuvo suficientemente fuerza no sólo para resistir las tentaciones del dinero y la fama, sino también el oprobio del escándalo público.

Pero el matrimonio Curie no sólo ocupó su tiempo en investigaciones científicas, también tuvo una hija, Irene, quien se casó con Frédéric Joliot. Por “sus trabajos en la síntesis de nuevos elementos químicos” el matrimonio Joliot-Curie obtuvo el premio Nobel de Química en 1935.

Y es que la ciencia también es un asunto de familia, originando verdaderas dinastías en el campo de la investigación científica: el abuelo de Charles Darwin, Erasmus Darwin, fue médico, botánico, entusiasta poeta y fundador de la alucinante Lunar Society (desde donde proclamaban: “¡Hay que enrolar la imaginación bajo el pabellón de la ciencia!), tuvo 14 hijos, entre los que podemos recordar a Robert –también médico– y padre del autor de Sobre el origen de las especies por selección natural; un tío de Charles escribió Principia botanica, que sirvió como una lectura introductoria al sistema de taxonomía de Linneo en la Inglaterra victoriana. El propio Charles tuvo dos hijos científicos: Francis, botánico y George, astrónomo y matemático, así como un nieto dedicado a la física, Charles Galton Darwin, quien dirigió el Laboratorio Nacional de Física inglés durante la Segunda Guerra Mundial.

Al biólogo británico Thomas Henry Huxley se le conocía como “el sabueso de Darwin” por su desenfrenada batalla a favor del darwinismo. Sus tres nietos fueron: el ensayista y narrador Aldous Huxley, el biólogo Julian Huxley y el fisiólogo, biofísico y premio Nobel de Medicina, Andrew Fielding Huxley, en 1963. Será verdad, entonces, lo que dice Nicolas Witkowski: “los evolucionistas encontrarían con facilidad, estudiándose a sí mismos, pruebas de la herencia de los caracteres adquiridos”.

Científicas mexicanas

De acuerdo con las cifra del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, en México hay poco más de 5 millones de personas que se ocupan en actividades de ciencia y tecnología. De éstos, 55 por ciento son hombres y el resto mujeres. La Academia Mexicana de la Ciencia reconoce estar compuesta por cerca de 2 mil integrantes, de los cuales algo más del 20 por ciento son mujeres. Datos más equilibrados que los presentados por academias de otras naciones. Pero la sutileza se localiza en señalamientos como los de la doctora Julia Tagüeña: “En esas cifras no se especifica qué tipo de actividades desarrolla cada grupo, y es que hay muy pocas mujeres en puestos claves de dirección y políticas científicas”.

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