La Jornada
26 de mayo de 2005
Octavio Rodríguez Araujo
Las cifras, si he de ser sincero, ya no me dicen nada, pues los problemas de México se miden en cientos y en miles de millones de pesos, o en porcentajes del PIB, y éstos varían según la fuente. Lo que sí sé, y lo recuerdo bien, es que en el rescate de los errores de la iniciativa privada (bancos, carreteras), en el pago de la deuda externa y en operaciones de compraventa en las que se evaden impuestos se va una parte sustancial de lo que debería gastarse en el bienestar de los mexicanos y en la promoción de condiciones para el desarrollo del país y no de unos cuantos.
El problema de la criminalidad en México, especialmente de mujeres y sobre todo en Ciudad Juárez, o el problema de la disminución en algunos rubros para promover la investigación científica y tecnológica, que son dos temas que han estado en el debate nacional en estos días, son dos asuntos que tienen que ver con lo mismo: falta de voluntad política y de recursos, por un lado, y una agenda de prioridades poco cuidadosa y en nada pensada hacia adentro, es decir, hacia el país y sus habitantes.
Leo semanalmente las noticias que me envía la Presidencia de la República, y al mismo tiempo dos o tres diarios de circulación nacional, y encuentro que las notas son diferentes, que los problemas (cuando en las noticias presidenciales rara vez se mencionan) son también distintos, y que el país va para mal, si no para peor, a pesar del color rosado del optimismo secretado en Los Pinos.
Los crímenes de Juárez no sólo lastiman profundamente a los familiares de las víctimas, sino a todo el pueblo de México. Si los narcos se matan entre sí, todos pensamos que con el tiempo habrá menos narcos, y eso no está mal, pero si mujeres inocentes y trabajadoras, y ahora hasta niñas, son asesinadas, lo único que podemos concluir es que no hay la debida protección para los habitantes de este sufrido país, ni la administración de justicia que todos -especialmente las mujeres y los niños- nos merecemos, aunque sea por los impuestos que pagamos.
El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha sido visto como un problema de mercado, como competencia entre la miscelánea de la esquina y el puesto callejero perteneciente a la creciente economía informal. ¿Dónde me sale más barato? Ahí compro. Y nuestros gobernantes no perciben que el crecimiento de la economía informal es dañino a la economía nacional, ni que un país dependiente de la tecnología y del desarrollo de la ciencia en el exterior es un país destinado a una mayor dependencia, y que esto, a la larga, repercutirá profundamente en el interior y en las posibilidades de que México sea, si no una potencia, por lo menos un país de «desarrollo medio», como dicen los economistas.
Los datos son claros, y los ha mencionado el presidente de la Academia Mexicana de Ciencias, Octavio Paredes, el pasado lunes. México ocupa, en ciencia y tecnología, el último lugar de 30 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el lugar número 56 de las 60 economías más importantes del mundo, en competitividad científica y tecnológica. Si seguimos así, en poco tiempo no tendremos argumentos para continuar como parte de la OCDE, donde entramos por una rendija más o menos abierta hace algunos años, ni tendremos el dudoso orgullo de pertenecer, en el último lugar, al grupo de países con desarrollo humano alto -según la clasificación del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo-, por debajo de Chile, Costa Rica, Uruguay y Argentina, para sólo referirme a los países continentales de América Latina (las cursivas son para enfatizar el argumento).
No todo está descompuesto (mi carro funciona bien, por ejemplo), pero casi. En el ámbito de la política las cosas no marchan mejor. Los que aspiran a gobernar han dedicado su tiempo a defenderse de los trancazos de los otros o, por lo mismo, a aventarles piedras y bolas de lodo (qué decente me vi). Lee uno los periódicos, no las noticias rosas emitidas en Los Pinos, y todo parece caricatura. Todas las declaraciones mueven a risa y, por momentos, si nos levantamos de mal humor, a indignación. Nadie (dije nadie) parece tomarse en serio como político: un día declaran una cosa, al día siguiente otra distinta, u ocurrencias estúpidas que no tienen nada que ver con proyectos serios (y no superficiales) para el país en su conjunto. Los datos duros parecen darles miedo, y el cómo, el famoso cómo, ni por error lo mencionan. La lógica sistémica, que sirve para considerar el todo y cada una de sus partes en relación y determinaciones, es desconocida por los políticos y sus asesores. Sólo oímos y leemos promesas, y aun éstas dependen del auditorio al que están dirigidas, y del momento coyuntural en que se dicen.
Así no vendrán tiempos mejores. Preparémonos.