Recordar a Darwin

El País
22 de noviembre de 2008
José Manuel Sánchez Ron

Debía haber sido médico, pero no le agradaba esa profesión. Para evitar que «se volviera un señorito ocioso», su padre le propuso entonces que se hiciera clérigo, una idea que no le desagradó. Para prepararse, se matriculó en la Universidad de Cambridge, donde mostró que le gustaba más buscar escarabajos que estudiar. Gracias a aquella afición le surgió en 1831 la oportunidad de embarcarse como naturalista, sin retribución, en un barco, el famoso Beagle. Aquel viaje, que duró cinco años, le cambiaría la vida. Me estoy refiriendo a Charles Darwin (1809-1882).

La información que acumuló en aquel periplo se convirtió en semillas que exigieron de una lenta germinación y del abono de todo tipo de detalles, así como de un marco teórico que les diese sentido (lo encontró leyendo a Malthus). En cuanto a la idea de hacerse clérigo, «murió de muerte natural», según su autobiografía. De aquellos sus esfuerzos nació El origen de las especies (1859), una de las joyas del pensamiento humano. Victoriano prudente, además de esposo fiel de una mujer muy religiosa, Darwin no hizo mención explícita de que también se aplicaba a nuestra especie lo que se esforzaba en demostrar a lo largo de todo el libro: que las especies que han poblado la Tierra han ido cambiando a lo largo del tiempo, emparentadas unas con otras, como si la vida fuera un árbol con muchas, entretejidas, ramas. Llegaría el día, 1871, en que sí se atrevió: publicó El origen del hombre. No hizo falta tanto para que sus ideas fuesen combatidas, una situación que se mantiene. Ahora los creacionistas utilizan la idea de un «Diseño Inteligente» -alguien, un dios, debió diseñar la vida, tan maravillosamente compleja, en especial la humana-, y argumentan que, en defensa de la libertad de pensamiento, el creacionismo debe ser enseñado en las escuelas junto al evolucionismo (¿deberíamos hacer lo mismo con la democracia y la tiranía?). También dicen que la de Darwin «es sólo una teoría». Curiosa idea de lo que es una teoría científica.

Cierto, la teoría de la evolución darwiniana nos desprovee de cálidas promesas que ayudan a encarar un futuro en última instancia descorazonador, el de la muerte; pero defiende algo que hemos aprendido a valorar: la búsqueda de la verdad utilizando el razonamiento lógico y la prueba experimental. De todo esto hay toneladas en la obra de Darwin, cuya lectura se ve ahora facilitada con nuevas traducciones y reediciones, aprovechando que se van a celebrar los 200 años de su nacimiento y 150 de la publicación de El origen de las especies. Y no olvidemos que junto a la racionalidad iluminada por los hechos, también se puede encontrar en sus libros una profunda humanidad. Dos ejemplos: las líneas que dedicaba en el Diario de un naturalista (1839) a mostrar su repulsa al encontrarse en Brasil con la esclavitud («jamás olvidaré la sorpresa, disgusto y vergüenza…»), y las que cierran El origen del hombre, empapadas de compasión y de amor por la vida, por toda la vida: prefería, decía, descender del monito o del cinocéfalo, que se comportan con heroísmo para salvar a sus congéneres, que de «un salvaje que se complace en torturar a sus enemigos…, trata a sus mujeres como esclavas, desconoce la decencia y es juguete de las más groseras supersticiones».


Charles Darwin, Diario de un naturalista alrededor del mundo (Espasa, 2008); El origen de las especies (Espasa, 2008); La variación de los animales y las plantas bajo domesticación (Los Libros de la Catarata / CSIC / Academia Mexicana de Ciencias / Universidad Nacional Autónoma de México, 2008); Plantas carnívoras (Laetoli, 2008). José Manuel Sánchez Ron (Madrid, 1949) es académico de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia. Sus últimos libros son El poder de la ciencia (Crítica, 2008) y, junto a Antonio Mingote, ¡Viva la ciencia! (Crítica, 2008).

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