Exonline
15 de septiembre de 2009
Marcelino Perelló
Que quede bien claro: no se trató ni mucho menos de un recuento de lo ocurrido durante el movimiento estudiantil. Es una reflexión exclusivamente sobre lo acontecido en un solo día.
Hoy termina, para beneplácito de muchos, mi sobrevuelo de los hechos ocurridos en aquel fatídico 2 de octubre. Se alegrarán de no verse obligados (¿?) a leer acerca de acontecimientos para ellos totalmente anacrónicos y carentes de cualquier significación actual. Algunos, sin embargo, lamentarán que la crónica/reflexión llegue a su fin y deje tantas cosas en el aire. En efecto, debo reconocer que ni dije todo lo que sé ni sé todo lo que dije.
De todos modos, que quede bien claro: no se trató ni mucho menos de un recuento de lo ocurrido durante el movimiento estudiantil. Es una reflexión exclusivamente sobre lo acontecido en un solo día, de uno de los 126 que duró, del primero de agosto al 4 de diciembre. No fue un día cualquiera, de acuerdo. Su prodromo se remonta mucho antes y sus consecuencias hasta mucho después (hasta el día de hoy, digo yo, en contra de quienes dicen que no).
Sospecho, con bases fundadas, algunas expuestas descarnadamente a lo largo de esta serie, otras sólo sugeridas, que ese miércoles rojinegro (¡Oh, paradoja!) encierra muchas de las claves del intríngulis político anterior y posterior de la política de nuestro país.
Queda pendiente la deuda, aplazada una y otra vez, de escribir la crónica, mi crónica, del movimiento completo. Y de la cual lo escrito aquí estos meses no será, párrafo más, párrafo menos, sino otro de sus capítulos. No quisiera irme llevándomelo en el hipocampo o en el buche. No obstante, en estos momentos se me antoja una tarea hercúlea. Y yo no soy Hércules.
El 2 de octubre divide al movimiento en dos mitades prácticamente idénticas. Idénticas en longitud, entendámonos. La primera festiva y exultante, que atrajo a miles y miles de jóvenes amantes del jolgorio libertario. La segunda, sórdida y mate. Con un tufo tétrico y un temblor involuntario que debíamos contener. De esta segunda mitad se ha hablado y escrito mucho menos. Y sin embargo es la más política y sin duda la más heroica del movimiento. A los arrestos de los miles de chavos que sostuvieron la resistencia en esos días sombríos y que permitieron un término digno no por triste, menos digno de la movilización, cualquier elogio les queda pequeño.
La huelga se levantó oficialmente en la asamblea del CNH celebrada en el Auditorio de Medicina de la UNAM la tarde del miércoles 4 de diciembre. Sin que faltaran las actitudes oportunistas y los cambios de posición de última hora de los que ya no sorprendían a nadie. Recuerdo que en uno de los recesos se acercó a mí, taciturno, José El Lobo Barragán, militante ejemplar del PCM fallecido hace algunos años, y con un dejo desgarrador de tristeza en la voz y en la mirada, me dijo: “¿No crees, Marcelino, que estamos haciendo exactamente lo que el gobierno quiere que hagamos?” “Tal vez, Lobo, tal vez, le contesté mientras le apretaba el cogote y se lo sacudía con ternura, pero, y si no, ¿qué? Estamos acorralados, arrinconados, diezmados. ¿Qué podríamos hacer? ¿Se te ocurre algo?” Me apretó el hombro, giró y se fue. Creí adivinar el brillo en sus ojos. A lo mejor sólo lo inventé porque era lo que correspondía.
El fin de la huelga no debía significar el de las movilizaciones. Para el jueves 12 programamos la más ambiciosa de las manifestaciones del movimiento. Debía recorrer toda la avenida Insurgentes, desde CU hasta la Unidad Zacatenco. Pero ese día la Ciudad Universitaria amaneció rodeada por el Ejército. Infantería de a pie, caballería y caballería motorizada. Entre dos mil y tres mil estudiantes respondieron a la convocatoria. Pero la marcha nunca pudo salir. Un grupo de muchachas de las prepas, encabezadas por Eugenia Valero, Adriana Corona, Rosaura Ruiz, Soledad Castellanos, Emma Paniagua, Consuelo de Prepa 5, entre otras, por lo visto ya sabían cómo iba a ir la cosa y concibieron su plan. Repartieron bolsas de confeti y serpentinas entre las jóvenes, sólo mujeres, y las arrojaban sobre los sardos, de a pie o sentados en sus tanquetas, mientras les gritaban: “¡Viva el glorioso Ejército Mexicano! ¡Así se defiende la patria, valientes! ¡Honran ustedes la memoria insigne de nuestros próceres!” Los sardos, llenos de serpentinas y confeti, resistieron incólumes, la mirada fija en un punto inexistente. Ese fue el último acto formal y la última imagen del movimiento estudiantil mexicano de 1968.
A partir de ahí cundió la desbandada. Algunas escuelas aisladas y acosadas, sostenidas por un puñado de activistas, continuaron en huelga. La mayoría se retiró a su casa, a escondrijos diversos en la ciudad y fuera de ella. Se intentaron iniciativas de reorganización, sin éxito. Varios fueron detenidos y encarcelados. El primero de enero los presos de Lecumberri ven cómo las jaurías organizadas de presos comunes matones rompen su huelga de hambre a golpes. La noche de Reyes de 1969 salgo de México con el pasaporte falsificado del inolvidable Eduardo Blaisten, guiado por los entrañables Ricardo Ludlow y Aída González. De ahí me embarcaré a París. Empieza el exilio.
Y comienza el linchamiento. Ese linchamiento que no pudieron llevar a cabo los concretitos y los antipartido mientras estuve yo aquí. Mi ausencia fue para ellos miel sobre hojuelas. No sólo estaban las famosas balas de salva, ahora se añadía mi apoyo al levantamiento de la huelga, el matrimonio de la que fue mi novia con uno de los hijos del que sería el futuro presidente, no dejaba lugar a dudas de la trácala. El gobierno me había sacado sano y salvo del país y me subvencionaba una estancia de lujo en Europa. Y por encima de todo, ¿cómo era posible que uno de los dirigentes más connotados no hubiera sido asesinado ni caído en la cárcel? Yo era un traidor, no cabía duda. La granizada de calumnias e insidias fue tupida. A algunos baños de CU se les pintó en la puerta “Aula Marcelino Perelló” y fueron mis fieles amigos que permanecieron en México los que tuvieron que soportarla y hacerle frente, con una solidez y un valor encomiables y exitosos.
Hoy los años se han encargado de poner a cada quien en su lugar. Las acusaciones en mi contra eran de hecho dirigidas al Partido Comunista: “el PC vendió el movimiento a cambio de cuatro curules”. A lo mejor el PC sí vendió el movimiento, pero fueron sus acusadores los que al final cobraron las curules.
Verme acosado y denostado por los que habían sido buenos amigos y camaradas fue muy duro, pero me dotó de una templanza y de una entereza que sólo quienes han compartido conmigo ese privilegio, como Joan Comorera o Arthur London, podrían entenderme.
Y permítame terminar con una confesión. Aquí entre nos, ante la contundencia de los denuestos, yo también, si yo no fuera yo, pondría razonablemente en duda mi integridad.
bruixa@prodigy.net.mx