Víctor M. Toledo
La Jornada
Viernes 11 de marzo de 2005.- En diciembre de 1984 una noticia estremeció al mundo de las ciencias de la vida. Edward P. Bass, un multimillonario petrolero de Texas, decidió financiar con 150 millones de dólares un proyecto conocido como Biósfera 2. ¿Su propósito? Crear, en el desierto de Arizona, una bóveda de cristal y metales que contuviera «naturaleza artificial» diseñada y bajo total control humano. El inmenso invernadero debería constituir un sistema cerrado, es decir, autosuficiente, recreando selva, océano, sabana, desierto y pantano, dentro del cual ocho «tripulantes» humanos de ambos sexos deberían lograr sobrevivir sin recibir alimentos, agua, energía no solar y oxígeno del exterior.
En el proyecto, que evocaba una historia de ciencia ficción, participaron unos 60 científicos e ingenieros que se dieron a la tarea de fabricar una segunda naturaleza, una «naturaleza no-natural». El experimento marchó sobre ruedas hasta que en 1993, tras dos años de funcionamiento, tuvo que ser abandonado por un sorpresivo proceso, imposible de explicar, que abatió la cantidad de oxígeno del pabellón hasta hacer irrespirable su atmósfera (véase www.biospheres.com).
El experimento y su fracaso ilustran en toda su dimensión el proyecto ideológico inscrito en lo más profundo del quehacer científico dominante: la supuesta supremacía de la especie humana sobre el resto de los seres vivos, y el afán por controlar y dominar, mediante de la razón, los procesos de la naturaleza. A diferencia del conocimiento que durante 10 mil años generó la mente humana, lo que Levi-Strauss llamó la «ciencia de lo concreto», la ciencia moderna siempre se ha propuesto como meta final el dominio de los procesos naturales o biofísicos.
Ello permitió la expansión europea, el advenimiento y consolidación del capitalismo y la construcción y desarrollo de la civilización industrial y de la globalización. Ese oculto objeto del deseo de dominarlo todo, que ha caracterizado al hombre moderno, ha llegado sin embargo a sus límites, de tal suerte que el «inmenso experimento» que han desarrollado las sociedades industriales, esta vez con el planeta entero, es la causa fundamental de la crisis ecológica de escala global, cuyas preocupantes consecuencias en el corto y mediano plazos son cada vez más evidentes. Paradójicamente, la ciencia que buscaba controlarlo todo ha dado lugar a un mundo de incertidumbres crecientes, incluyendo la propia supervivencia humana.
La ciencia visualizada como un factor de progreso y bienestar, es decir, presentada como una «caja de bombones», fue una verdad que se sostuvo por más de un siglo, pero que hoy es cada vez más inadmisible frente a la crisis social y ecológica. «No se puede -dijo Einstein hace ya varias décadas- resolver los problemas contemporáneos con la misma ciencia que los creó».
Hoy, la ciencia, los científicos y sus instituciones, están sujetos al ojo escrutador del pensamiento crítico, y una nueva oleada de investigadores comienza a proponer una nueva ciencia y un nuevo contrato social (véase la resolución del Congreso Mundial de Científicos de Budapest, 1999). Esta nueva manera de concebir y practicar la ciencia, implica metodologías interdisciplinarias y participativas, reconocimiento de los saberes no científicos y compromiso social, y adopta una actitud donde el ser humano humildemente se acepta como parte (causa y efecto) del mundo natural.
Esta revolución epistemológica es la respuesta de los sectores más avanzados de la comunidad científica a la creciente y desbordante complejidad del mundo contemporáneo, e implica un rencuentro de carácter profano con las visiones de los pueblos indios y algunas filosofías orientales como el taoísmo. Un admirable filósofo de la escuela de Francfort, Alfred Schmidt, lo resume en una sola frase: «A la naturaleza sólo se le domina coincidiendo con sus leyes».
Hoy día, la ciencia como instrumento de dominio está alcanzando su máxima expresión en las investigaciones auspiciadas por las corporaciones, las cuales se expanden por medio de contratos con las universidades privadas y públicas de todo el mundo. Dentro de esta ciencia corporativa destacan las nuevas tecnologías para la agricultura industrializada, y entre ellas ocupa un lugar central las biotecnologías modernas y sus máximas estrellas: los organismos genéticamente modificados (transgénicos).
En México, la Ley de Bioseguridad en su versión final dejó indefenso el patrimonio biológico de la nación ante la introducción de los alimentos transgénicos. Su legislación reveló la irresponsabilidad de los diputados y senadores que decidieron aprobarla, y puso al descubierto el papel jugado por el poder corporativo y un sector de la ciencia mexicana (los biotecnólogos de instituciones públicas como la UNAM y el Cinvestav y la Academia Mexicana de Ciencias) que apoyaron la versión final de la ley.
Esta vez, una «ciencia sin conciencia» logró magistralmente dos objetivos: abrir el mercado a las corporaciones, y reforzar, a escala nacional, un modo de quehacer científico dirigido al dominio de la naturaleza. Mercado y ciencia controlando para explotar a costa de la creación de nuevos riesgos. El riesgo que implican los alimentos transgénicos como contaminantes genéticos de la agro-diversidad del país (con el maíz al frente); y un riesgo potencial a la salud de los consumidores que esperemos nunca llegue.
Frente a la obsesión dominadora y sus preocupantes consecuencias no puede haber tregua. Sirvan las palabras de Ernesto Sábato (La Resistencia) para recordarlo: «Esta es una hora decisiva, no para este o aquel país, sino para la Tierra toda. Sobre nuestra generación pesa el destino. Es ésta nuestra responsabilidad histórica».