emeequis
10 de mayo de 2010
Antimio Cruz
acruz@m-x.com.mx
Aunque más de 90 por ciento de los científicos del Sistema Nacional de Investigadores trabaja en una universidad o instituto de educación superior, esos centros académicos aportan menos de 0.6 por ciento de las patentes otorgadas en México. Esta deformación estructural está ligada a otro problema: las cifras sobre los ingresos que perciben las universidades por la comercialización de patentes no se pueden distinguir de otros ingresos. En la contabilidad de las instituciones de educación superior lo mismo cuenta una regalía por patentes que la venta de servicios técnicos o asesorías. En Estados Unidos, las universidades obtienen casi 2 mil millones de dólares por sus patentes; en México, nadie sabe. La economía del conocimiento sólo es, por desgracia, una frase.
La mañana del 1 de diciembre de 2001, absolutamente todos los periódicos de México publicaron una nota que tenía como protagonista a la Universidad Nacional Autónoma de México: “Ponen a la venta la primera pintura antigraffiti del mundo. El invento mexicano asegura la protección de muros por más de 100 años”.
La idea era revolucionaria: mediante una serie de procedimientos de nanotectnología, los físicos Víctor Manuel Castaño y Rogelio Rodríguez González lograron unir moléculas pequeñísimas de dos polímeros muy diferentes entre sí; uno se adhería fuertemente a las paredes limpias y el otro rechazaba la adherencia de nuevas pinturas.
Las fotografías de los diarios presentaron al entonces rector, Juan Ramón de la Fuente, pintando con aerosol un muro recubierto con el invento universitario, llamado Deletum3000 –prometía ser útil hasta el año 3000–, y después retrataron al mismo rector limpiando la pared con agua y jabón.
La innovación había sido conseguida mediante una alianza entre el Campus de la UNAM en Juriquilla, Querétaro, y la pequeña empresa queretana Recubrimientos del Bajío, propiedad del empresario Rodolfo Zanella. Por eso se decidió que comercializarían juntos el invento.
Cuando se le preguntó al director de la pequeña empresa si ya contaban con la patente del producto, respondió con seguridad: “No la patentaremos. Nos protegeremos con el mecanismo de secreto industrial”.
Casi nueve años después, Recubrimientos del Bajío ya no existe. El secreto industrial de esta pintura fue transferido, con el consentimiento de sus autores, a la compañía líder de venta de pinturas en México, Comex, que prácticamente no exhibe ni promueve la venta del invento de la UNAM.
Por supuesto, el problema del graffiti sigue igual en todo el país.
No basta con inventar
A pesar de que miles de contribuciones científicas y humanísticas se generan en las universidades mexicanas y se publican en las más prestigiadas revistas especializadas del mundo, los universitarios de este país prácticamente no patentan. Así lo demuestran las estadísticas de los últimos 14 años del Instituto Mexicano de Propiedad Industrial (IMPI).
Un ejemplo ilustrativo son las cifras del año pasado. De los 14 mil 281 inventos que en 2009 solicitaron la protección de las leyes mexicanas para ser comercializados en exclusiva, sólo 0.6 por ciento surgió en universidades e institutos de educación superior mexicanos.
Dicho de otro modo, entre las solicitudes de patentes recibidas el año pasado sólo 96 son universitarias. Las otras 726 patentes mexicanas fueron solicitadas por excéntricos inventores independientes o empresas nacionales como Condumex, MABE, Grupo DESC, METCO y Grupo Silanes.
No todo es negativo si se toma en cuenta que 2009 fue un año en el que las patentes solicitadas por universidades mexicanas se duplicaron, gracias a que por primera vez el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) solicitó patentes. El Tec presentó 46 expedientes. La UNAM, que sistemáticamente solicita nuevas patentes, 40 expedientes.
Si uno amplía la mirada, percibirá que desde 1996 hasta la fecha suman apenas 250 los inventos registrados por universidades e institutos mexicanos, con un promedio de 17 patentes por año.
Pero patentar no es el único cuello de botella cuando se habla de construir la llamada economía del conocimiento en México. Después hay que saber comercializar. Actualmente es muy difícil rastrear cuánto dinero aportan los inventos universitarios a los centros de estudio donde tuvieron origen.
En el caso de las instituciones públicas como la UNAM, el Cinvestav o los centros de la red Conacyt, las regalías por uso de patentes se contabilizan dentro de un mismo renglón llamado “ingresos extraordinarios”, en el que se mezclan con los ingresos por venta de libros, asesorías y otros servicios técnicos.
“En México tenemos una mala estrategia de desarrollo de propiedad intelectual, pero en las universidades el problema ha sido peor”, explica en entrevista el ingeniero Héctor Chagoya Cortés, miembro del Comité Técnico de la Asociación Mexicana de Directivos de la Investigación Aplicada y el Desarrollo Tecnológico (ADIAT), que agrupa a más de 2 mil directivos de empresas del país.
“Falta mucha transparencia, esa es la realidad. Si yo, como empresa, voy a una universidad a solicitar el uso de uno de sus inventos patentados no puedo saber quién tomará la decisión de licenciarme la patente, ni cuánto me costará ni cuándo me darán la respuesta. Esas barreras hacen que sea poco transparente el proceso”, detalló el especialista, que el 21 de abril participó en el Foro Propiedad Intelectual en la Academia, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
Y la falta de transparencia genera ejemplos patéticos, como un correo electrónico recibido en la redacción de emeequis, donde el responsable de patentes del Centro de Investigación de Tecnología Avanzada (Ciateq), de la red Conacyt en Querétaro, responde a una solicitud de información hecha por este semanario con la frase siguiente:
“Te puedo dar la información con la condición de que NO DIVULGES mi nombre en ninguna de tus revistas”.
Al cierre de edición, ninguna de las tres preguntas planteadas a ese centro de investigación pública había sido contestada, ni siquiera después de acceder a reservar la identidad de la fuente:
1.- ¿Cuántas patentes tiene vigentes el Ciateq este 2010?
2.- ¿Cuántos ingresos tuvo Ciateq en 2009 por el aprovechamiento de sus patentes?
3.- ¿Por qué es tan baja la participación de las universidades e institutos mexicanos en la generación de patentes otorgadas en este país?
Salvar a las granjas
En 1982 los criadores de cerdos tuvieron pérdidas muy graves en casi todo el país. Una enfermedad que se contagiaba rápidamente llegó a matar hasta 15 mil ejemplares en granjas de Jalisco, Michoacán, Guerrero y Guanajuato, con pérdidas superiores a 100 millones de pesos.
Los granjeros distinguían la enfermedad porque los ojos de sus animales se pintaban de color azul, después empezaban a secretar saliva con virus y, finalmente, uno de cada tres animales moría con un ataque a su sistema nervioso. Era la epidemia del Síndrome de Ojo Azul.
Durante los siguientes 18 años, el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav) laboró frenéticamente para desarrollar y patentar una vacuna que parara esta epidemia de alto impacto para la ganadería del país.
Aquí el camino fue inverso al de los inventos comunes: primero se detectó la necesidad y a partir de ahí se trabajó para encontrar solución. Para que el proyecto fuera exitoso, tuvieron que asociarse con los investigadores de un laboratorio privado, con sede en La Piedad, Michoacán.
Así fue como en abril del año 2000, José Tapia Ramírez, del Departamento de Genética y Biología Molecular, anunció que su equipo, en colaboración con el laboratorio farmacéutico privado Lapisa, contaba ya con una vacuna segura y efectiva que se podría aplicar para detener la epidemia.
La vacuna comenzó a ser comercializada por Lapisa mediante un convenio de transferencia de tecnología que otorgaba a la compañía derechos de explotación, pero Cinvestav conservaba la propiedad intelectual y recibía un beneficio económico.
Aunque la ganancia consolidada para el instituto no ha sido publicada, un reporte enviado por Cinvestav a Conacyt indicaba que el costo de producción de cada frasco de vacuna rondaría los 15 pesos y que se podría comercializar hasta en 300 pesos. Es decir, la ganancia sería de 285 pesos por frasco para los dos socios participantes en el proyecto: empresa y centro de investigación.
Fondo revolvente
Cualquiera que sea el dinero que generan las patentes de universidades mexicanas, es fácil demostrar que la cifra es muy inferior a los mil 900 millones de dólares anuales que captan las universidades de Estados Unidos por las regalías de sus 4 mil 800 patentes que se encuentran activas.
En el modelo estadunidense destacan los casos de la Universidad de California y del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), que obtienen entre 20 y 25 por ciento de sus ingresos anuales a través de las regalías de sus propias patentes.
Se trata de dos modelos diferentes, es verdad, pero es un hecho que el nuevo conocimiento generado en las universidades mexicanas no constituye, hasta ahora, una parte significativa de sus ingresos, los cuales provienen principalmente de los impuestos, en el caso de las universidades públicas, o de las colegiaturas, en el de las instituciones privadas.
En el caso de la UNAM, que actualmente cuenta con 131 patentes vigentes –principalmente de biotecnología, nuevos materiales, ingeniería y medicina–, los ingresos por su aprovechamiento no pudieron ser separados de otros renglones contables.
Las regalías se mezclan en un solo apartado que suma 540 millones de pesos anuales de ingresos extraordinarios del Subsistema de Investigación Científica (SIC).
Si este ingreso fuera sólo por patentes sería muy respetable, pero en él se incluyen tanto las regalías como otros ingresos, por ejemplo, asesorías y servicios técnicos de 29 dependencias de la UNAM, las entradas del Museo Universum, las ventas de libros y revistas de ciencia y las labores realizadas por terceros con infraestructura universitaria, como sus barcos.
“Yo podría adelantar que una vez desglosado ese renglón contable, los ingresos de las universidades serían muy pequeños”, comenta en entrevista Juan Pedro Laclette, coordinador del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, un órgano autónomo que asesora al Poder Ejecutivo en materia de políticas científicas.
“No basta con que las universidades registren una patente para que ésta adquiera una utilidad o genere un ingreso. Sesenta por ciento de las patentes que se registra no está produciendo ingresos. Algunas veces se patenta ante la presión que existe de que otras compañías patenten a su nombre el nuevo conocimiento y lo bloqueen para que no les haga competencia a su producción actual. A mí me parece que el ingreso seguiría siendo de pequeña magnitud”, dice el ex presidente de la Academia Mexicana de Ciencias.
Cría fama
El 11 de noviembre de 2008 cerca de 200 científicos de América y Europa miraron con sorpresa la llegada de tres hombres enrojecidos por el sol al auditorio del Instituto de Neurobiología de la UNAM, en Querétaro. Su imagen recordaba la del arqueólogo ficticio Indiana Jones. Habían llegado al final de un largo viaje desde la isla de Sri Lanka, hasta México.
Los tres hombres viajaron más de 10 mil kilómetros para solicitar que los biotecnólogos mexicanos Alejandro Alagón y Roberto Stock, así como el Instituto Bioclón, colaboraran con ellos para desarrollar antídotos contra el veneno de serpientes en su país, que es el lugar del mundo donde ocurren más mordeduras de serpiente cada año; 35 mil casos se reportan a los servicios de salud y se estima que hay otro porcentaje no documentado.
“Nos interesa establecer contacto con los investigadores de la UNAM y el Instituto Bioclón porque sabemos que desarrollaron antivenenos específicos para África Subsahariana, luego de estudiar a las serpientes de esa región. Ahora queremos que hagan algo para nosotros”, explicó Anmra Samaraweera, quien dijo que la alianza entre estos universitarios y los empresarios mexicanos era famosa.
La petición de Sri Lanka comenzó a analizarse desde ese momento, pero ya estaban en línea otros proyectos de desarrollo de antídotos que a lo largo de los últimos dos años han generado patentes e ingresos para la UNAM y el Instituto Bioclón, al mismo tiempo que han llevado antídotos contra animales ponzoñosos de Sudamérica, norte de África, Medio Oriente y sur de Estados Unidos. Todos con tecnología universitaria mexicana.
Tradición inventiva
El siglo XX no hubiera sido el mismo sin los inventores mexicanos. En este país se inventó la píldora anticonceptiva, la televisión a colores, la pintura antigraffiti, el primer cinturón para volar o rocket belt, los pilotes antisísmicos para edificios, el concreto traslúcido, el sistema de construcción tridilosa, el mouse pad o almohadilla para ratón de computadora, el Book on demand o libro por pedido y cientos de inventos más.
También fue en los laboratorios de las universidades mexicanas donde se concibieron algunas de las plantas de tratamiento de agua más vendidas del mundo, vacunas veterinarias para acabar con la fiebre porcina, sistemas para multiplicar tejidos humanos, procesos mineros para separar el oro y la plata sin necesidad de usar cianuro y nuevos materiales basados en carbono y en metales. Todos los anteriores son ejemplos de nuevo conocimiento que se convirtió en negocio gracias a que obtuvieron patentes.
La patente es el mecanismo legal para explotar comercialmente y en exclusiva un invento por un periodo de 20 años. El hecho de que más de 94 por ciento de las patentes solicitadas en México sea propiedad de empresas extranjeras significa que este país envía al extranjero, por concepto de regalías, una cantidad gigantesca de dinero.
Hace dos años, la presidenta de la Academia Mexicana de Ciencias, Rosaura Ruiz, estimó que la transferencia de dinero desde México a otros países por pagos de regalías de patentes era superior a 25 mil millones de dólares. Esta cifra es superior al Producto Interno Bruto de 91 países del planeta, es decir toda la riqueza que generan todos sus ciudadanos y empresas juntos.
La transferencia de dinero mexicano por beneficios de la propiedad intelectual es un tema de gran calado.
–¿Si existe conciencia de esta fuga de dinero por qué no patentan más inventos los universitarios? –se le pregunta a Juan Pablo Laclette.
–Tiene que ver con un problema estructural que empezó a cambiar el año pasado con la nueva Ley de Ciencia. Antes existía sólo un modelo en el que el investigador universitario únicamente podía demostrar su productividad a través de publicaciones en revistas científicas y no había apoyos para ninguna otra opción de aplicación del conocimiento.
Ahora, el modelo que plantea la ley ha cambiado. Se incentiva el que los científicos se vinculen con las empresas, que generen patentes y se resuelvan problemas prácticos. Estos son nuevas tareas que se van a incentivar y eso nos pone en el umbral de un profundo cambio estructural.
–¿Por qué los universitarios no patentan más? –se le cuestiona al miembro del Comité Técnico de la asociación de directivos de empresas de base tecnológica.
–La verdad es que en México a ningún inventor le preocupa proteger su aportación hasta el día en que descubre que otro ya se lo pirateó –insiste Héctor Chagoya, de la ADIAT–. Esto nos ha llevado a tener una balanza de pagos de regalías muy negativa. Estamos transfiriendo grandes cantidades de dinero a quienes sí utilizan la facultad legal de explotar, como monopolio, un invento patentado.