Educación y juventud

El Universal
22 de febrero de 2010
Rosaura Ruiz y Alma Herrera

A lo largo del año han sido múltiples las voces que debaten la problemática social, política, laboral, vivencial y educativa de la juventud; mucho se ha hablado también del bono demográfico y de las ventajas que representa para el crecimiento de países como México. Pero más allá del discurso, están los datos duros que ofrece el Instituto Mexicano de la Juventud (IMJUVE): en 2005 había cerca de 34 millones de jóvenes de 12 a 29 años y de acuerdo al CONAPO, dicha población alcanzará su máximo crecimiento en 2012, con casi 36 millones de personas.

¿Estará preparado el sistema educativo mexicano, particularmente la educación media superior y superior, para dar respuesta satisfactoria en capacidad y calidad para atender tal demanda?

En 2005 sólo 43.8% de los jóvenes se dedicaba a actividades académicas y cerca de 75% no tuvo acceso a estudios superiores; cabe destacar que 42 de cada 100 jóvenes abandonaron la escuela porque tenían que trabajar. Sin embargo, el empleo tampoco les ofrecía una salida digna a su proyecto de vida, ya que en 60% de los casos el ingreso que obtuvieron era de 1 a 3 salarios mínimos y sólo 39% tenía un contrato laboral. La consecuencia de esta situación es que al menos hay 22% de jóvenes inactivos (alrededor de 7 millones y medio) situación que, de acuerdo al IMJUVE, se agudiza en las mujeres de 20 a 29 años.

Sin duda, ser joven en México, en pleno siglo XXI, es verdaderamente complejo: no hay capacidad instalada para incorporar a millones de jóvenes a la educación y tampoco hay empleo para que satisfagan las necesidades de una vida adulta productiva e independiente. ¿Está el país preparado para aprovechar las enormes posibilidades que nos ofrece el bono demográfico?

Sin lugar a dudas la respuesta a ambas preguntas es un contundente NO y lo peor del caso es que el futuro es ahora imprevisible, incierto y con un alto margen de riesgos para la población joven.

Es importante señalar que las generaciones que nacieron a fines del siglo XX (y que hoy forman parte de esos 34 millones), lo hicieron en un escenario de profundas transformaciones mundiales y de una aguda crisis multimensional al interior de nuestro país.

Tal crisis constituye la base sobre la cual los jóvenes del siglo XXI conforman un sistema de valores que constituye la plataforma sobre la cual definen esquemas integrales de relaciones sociales, convivencialidad y percepción crítica hacia el país.

En particular, los jóvenes que asisten a la educación media superior y superior han madurado en medio de dos culturas: una global y modernizante que cuestiona el concepto de nación y otra que enfatiza la cohesión de la nación como el elemento central para ingresar a un proceso de integración mundial creciente.

Esta situación ilustra las enormes limitaciones de una educación que lo que ha descuidado es el fortalecimiento de valores cívicos. El balance indica que desde la familia hasta la educación en México, se ha perdido la capacidad de defender nuestra identidad, soberanía y cultura.

Las tareas son enormes, pero de manera particular a la educación media superior y superior les corresponde el fortalecimiento de valores que le devuelvan a los hombres y mujeres ahí formados la capacidad para proyectar un futuro viable; así como la participación en el desarrollo de un modelo social justo y equitativo. Ello exige asegurar el acceso a la educación, la cultura, el deporte y las ciencias.

Podríamos por ejemplo, tomar como referente iniciativas que se están llevado en otras latitudes como el “Programa de Juventud en Acción 2007-2013” de la Unión Europea (UE), que plantea entre sus objetivos aumentar la participación de los jóvenes en la vida ciudadana y en el sistema de democracia representativa.

En este marco, la profunda crisis que vive la sociedad mexicana tendrá que dar lugar al desarrollo de esquemas alternativos de convivencia humana; entre ellos destacan las convergencias y equilibrios de género, la búsqueda de formas de relación humana más democráticas y el impulso a la participación política de los jóvenes porque en esta población deberá recuperarse la capacidad del ejercicio cotidiano de las decisiones colectivas; y con ello el sentido profundo de la democracia.

La juventud y su problemática deben ser el centro de nuestra acción; como sociedad y como comunidad académica debemos asumir que es una prioridad la defensa del derecho humano a imaginar un mejor futuro. Un futuro incluyente y democrático que impulse cambios con actitudes de responsabilidad compartida. Un futuro en el que se impulse la distribución justa de la riqueza material, pero también de acceso al conocimiento. Un futuro en el que globalizarse sea sinónimo de asegurar que todos los que poblamos este planeta tengamos acceso pleno a la educación, la salud, la alimentación y la cultura.

Uno de los ejes de un proyecto educativo alternativo deberá ser la recuperación del humanismo que oponga la ética, la ciencia y la cultura a las estrictas reglas de mercado.


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