Cumple 50 años la Academia Mexicana de la Ciencia

Emeequis
7 de diciembre de 2009
Antimio Cruz
acruz@m-x.com.mx

Llega al medio siglo con una mujer como presidenta

Antes de 1959, decir que una persona era científico o científica en México era más un acto de protocolo o de glamour que el reflejo de un trabajo real en laboratorio. Pero eso cambió a partir de aquel año, cuando 25 precursores fundaron la Academia de la Investigación Científica, hoy Academia Mexicana de Ciencias.

A esta asociación civil sólo pueden ingresar quienes realmente hacen investigación y publican sus avances. Hoy que México lucha por entrar a la llamada sociedad del conocimiento y que busca reducir el pago de casi 40 mil millones de dólares anuales por patentes y regalías, la AMC es el núcleo más sólido de científicos en el país, algo así como nuestra selección nacional en este campo.

Todos los días se dice que en México no hay apoyo a la ciencia; cada mes se difunde alguna nota sobre los 20 mil científicos mexicanos que han emigrado y constituyen la famosa fuga de cerebros; al menos una vez al año se revisa la cifra de dinero que México transfiere al extranjero por pago de patentes y que actualmente ronda los 40 mil millones de dólares.

Con cifras tan negativas, sería natural pensar en un sistema científico en la debacle o agonizante. Sin embargo, a pesar de esas debilidades, la ciencia mexicana es muy vigorosa, se mueve y crece.

El pasado 1 de diciembre, más de mil investigadores mexicanos de todas las especialidades se reunieron en el auditorio Galileo Galilei de la Casa Tlalpan para celebrar el 50 aniversario de la Academia Mexicana de Ciencias (AMC), la institución que elevó la calidad de la ciencia mexicana.

El encuentro fue nutrido y tuvo fundamento: celebraba una historia que comenzó hace medio siglo, con 25 científicos que se reunían una vez al mes en el piso 14 de la Torre de Ciencias, en Ciudad Universitaria. El resultado de ese diálogo es una de las academias de ciencias más prestigiadas del mundo, que habla y trabaja con sus pares de otros países, como la Royal Society del Reino Unidos, la National Academy of Sciences de Estados Unidos o las de China, Francia, Alemania y Japón, fundadas hace más de 100 años.

“Si consideramos el número de mexicanos que se dedican de tiempo completo a la investigación científica, entre 1950 y 2008 el crecimiento promedio anual fue de casi 10 por ciento. Un crecimiento de este tamaño sostenido durante 50, 60 años, es considerable”, pondera Juan Pedro Laclette, ex presidente de la AMC y actual coordinador del Foro Consultivo Científico y Tecnológico.

En el último medio siglo, México ha sorprendido al mundo con sus aportaciones a la metalurgia, al desarrollo de hormonas sintéticas, la mecánica de suelos, la transferencia horizontal de genes, la nanotecnología, la astronomía, la química atmosférica y la neurología, por ejemplo.

La importancia de CU

En 50 años la Academia Mexicana de Ciencias ha presenciado la sucesión de nueve presidentes de la República: Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón. La mayoría de ellos ha sido ambivalente frente a la importancia de la ciencia, pero la presión y la insistencia ha generado algunas políticas públicas.

Las administraciones de Luis Echeverría y Miguel de la Madrid son reconocidas como decisivas en este sentido: en la primera se creó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (1970), y en la segunda fue concebido e implementado, en medio de una de las crisis más graves del país, el Sistema Nacional de Investigadores (1984).

Estas dos acciones de gobierno marcaron un hito en la historia de la ciencia contemporánea en México.

Lejos de la memoria queda ya el ex presidente Adolfo López Mateos: bibliotecario, orador, amante del box y secreto aspirante al Nobel de la Paz. Hablaba de modernidad todo el tiempo, pero sólo dedicaba a la ciencia 10 por ciento del presupuesto que destinaba a Bellas Artes.

En ese contexto nació la AMC. Era 1959, año del huracán que mató a mil personas en Manzanillo, de los grandes reportajes sobre la construcción de la Torre Latinoamericana, del segundo campeonato de las Chivas Rayadas de Guadalajara y año en que la huelga de ferrocarrileros fue disuelta a macanazos y balazos por la policía, que entró a los locales sindicales “a defender a los que sí querían trabajar”.

En el ámbito de la ciencia, los pocos investigadores mexicanos laboraban dispersos en escuelas del Centro Histórico, en Santa María la Rivera y en el Casco de Santo Tomás, ubaicadas en la ciudad de México.

Por eso la construcción de un edificio funcionó como polo de atracción para los investigadores: la Torre de Ciencias de la UNAM, que actualmente se llama Torre de Humanidades Dos. La estructura panorámica de 15 pisos fue emplazada entre la Facultad de Medicina y la Torre de Rectoría de Ciudad Universitaria.

El físico Fernando Alba, octavo presidente de la AMC, relata que en los años 50 la ciencia mexicana era prácticamente invisible:

“El cambio más importante se logró con la creación de la Ciudad Universitaria; antes sólo hacíamos cositas, detallitos. Entonces ocurrió la gran explosión científica del país, y ahora la Academia está constituida por grupos que se han formado en muchas ramas de la ciencia. En sus primeros años la Academia tenía muy poca influencia, era más bien un club de amigos; los espacios se los fue ganando poco a poco hasta llegar a la influencia que tiene ahora”.

Reunidos en ese edificio adornado con una estatua de Prometeo, muchos investigadores conocieron a sus colegas de otros campos del conocimiento e instauraron un diálogo entre disciplinas.

“Yo observaba que mis colegas del Instituto de Química se subían al elevador sin saludar a nadie, hasta llegar a su lugar, que era en los últimos pisos, y lo mismo hacían los de más abajo; se ignoraban mutuamente y eso me preocupaba”, recuerda en el libro Testimonios de la AIC Alberto Sandoval Landázuri, director del Instituto de Química y quien fuera el primer presidente de la Academia de la Investigación Científica.

“Por esa razón fui a hablar con Guillermo Haro —del Instituto de Astronomía— y le propuse que organizáramos una academia de investigadores activos que tendrían que demostrar que, en los últimos tres años, habían publicado en revistas de prestigio internacional”, recuerda Sandoval, primer investigador que obtuvo el grado de doctor en Ciencias en la UNAM y precursor de los estudios de pigmentos orgánicos, esteroides y alcaloides.

Haro, incansable investigador formado en filosofía y astronomía, solía dividir su tiempo en tres para dirigir los observatorios de Tonanzintla, Tacubaya y el Instituto de Astronomía de la UNAM.

No era sólo una eminencia local, sus estudios de estrellas extremadamente rojas y azules atrajeron a México la mirada de los astrónomos del mundo, y su descubrimiento de nubes de alta densidad junto a regiones ricas en estrellas de reciente formación, nombradas “objetos Herbig-Haro”, le otorgaron gran respeto entre estadunidenses y soviéticos, los dos bandos antagónicos de la Guerra Fría.

Los fundadores y la élite

Sandoval y Haro se volvieron buenos amigos y reflexionaban juntos acerca de la necesidad de tener una academia para distinguir a los verdaderos investigadores, como escribió el físico Marcos Moshinsky, tercer presidente de la AIC, fallecido este año.

A fines de los cincuenta “ya había un pequeño grupo de científicos en México que eran lo que se podía llamar profesionales de la ciencia: trabajaban al mismo nivel y con las mismas características de los buenos científicos de cualquier parte del mundo. Pero a la vez, había una serie de personas que o presumían de científicos para tener cierta posición social, o bien eran de hecho científicos pero no estaban activos y, sin embargo, su nombre sonaba como ‘los científicos mexicanos’”, consignó Moshinsky, genio precoz que se convirtió en eminencia mundial con sus estudios sobre las reacciones nucleares y la estructura del núcleo de los átomos.

“Los que sí estábamos activos nos sentíamos un poco molestos por esta situación, y fue así como nos reunimos para pensar en qué forma se podría lograr una asociación donde realmente se viera que se estaba trabajando activamente en la ciencia y reconociendo este tipo de trabajo”.

Al recordar ese periodo por su lado, Sandoval no duda al precisar que la primera elección de miembros fue decidida a su arbitrio y el de Haro.

“Así, de dedazo, escogimos como a 12 miembros, entre quienes estaban, además de nosotros dos, José Luis Mateos, del Instituto de Química; Leonila Bravo, del Instituto de Biología; Amelia Sámano, de la Facultad de Ciencias; el antropólogo Santiago Genovés; Faustino Miranda, de botánica; Paul Kirchoff, de humanidades, y José Adem, de matemáticas”, cuenta Sandoval.

A partir de ese primer grupo de 12 se empezó a pensar en invitar a más personas, pero con el análisis de su currículum. De esta manera llegaron a juntar a 25 miembros. Alberto Sandoval Landázuri fue designado presidente y Guillermo Haro, vicepresidente. El periodo de estos cargos era un año y desde entonces se adoptó la modalidad de que el vicepresidente ocupara la presidencia un año después.

En 1977, el presidente número 18, Guillermo Carvajal Sandoval, propuso pasar del modelo de un año de presidencia de la Academia a dos años, para que cada gestión pudiera concluir los proyectos que arrancaba, lo cual no había funcionado del todo bien.

No había oficina, no había salario, no había privilegios. El cargo de presidente era honorario dentro de un esfuerzo que nació con el fin de mejorar las condiciones laborales para los científicos, pero sobre todo con un deseo de estimular la calidad. No se podía ingresar a la Academia por solicitud directa, tenía que ser con la recomendación de dos miembros activos.

En 1960, cuando Haro asumió la presidencia, planteó la posibilidad de establecer el cobro de cuotas y ampliar la membresía de investigadores.

Varios de los fundadores llegaron a ocupar la presidencia de la AIC en orden sucesivo. Después de Sandoval y Haro, encabezaron al grupo el físico Moshinsky, el químico José F. Herrán, el ingeniero Emilio Rosenblueth Deuscht y el ingeniero civil y físico Marcos Mazari. También fueron fundadores y, años después, presidentes Fernando Alba, del Observatorio de Tonanzintla; el biólogo Raúl Ondarza Vidaurreta, el químico José Luis Mateos y el físico Alfonso Fernández González.

Paralelamente a esta sucesión de representantes, en las primeras dos décadas de vida de la Academia se incorporaron muchos talentos que desarrollaban investigación fuera de la UNAM, provenientes del Instituto Nacional de Salud, como Guillermo Soberón, o del Instituto Politécnico Nacional, donde laboraban Guillermo Massieu Helguera y Alfredo Barrera Vázquez Marín.

Ondarza Vidaurreta, presidente número 12, recuerda que la Academia nació en uno de esos momentos críticos que ha tenido México en forma cíclica, en los cuales la moneda se devalúa, los salarios son insuficientes y los investigadores se preocupan porque casi siempre el presupuesto para la ciencia es muy castigado.

“La Academia sirvió así para aglutinar a los científicos que tenían ese problema, pero al parecer venció el lado del orgullo académico y no querer estar tan atados a la cosa económica”, subraya el bioquímico originario de Tampico, experto en feromonas de insectos de importancia médica y agrícola, pero sobre todo gran impulsor de la descentralización de la ciencia.

“Entonces hicimos que naciera una Académica de élite, con gente de prestigio, donde lo fundamental no era conseguir más salario, sino un ámbito donde nos comunicáramos. Así nos reuníamos en un auditorio que está arriba de la Torre de Ciencias (pero) que le pertenecía a todos”, añade.

En esa torre se conocieron muchos. Ahí se presentaban conferencias sobre todas las especialidades. Se podía oír, por ejemplo, a un glotocronólogo hablar sobre el parentesco de dos lenguas o informarse sobre los hallazgos de frontera en la endocrinología o la física teórica.

Asociación fecunda

Cada presidente de la Academia se ha esforzado por convertir en hechos concretos ideas en las que coinciden todos los investigadores, como la necesidad de que el pensamiento científico tenga más presencia en la idiosincrasia nacional y que la ciencia mexicana aspire a tener el máximo nivel de excelencia, comparable al de cualquier parte del mundo.

Desde la Academia se han impulsado incontables actividades de divulgación, como los Domingos en la ciencia y Computación para niños y jóvenes, dos de los más sobresalientes programas promotores de la ciencia en México.

Los Domingos en la Ciencia —conferencias para público en general impartidas por líderes en diferentes áreas del conocimiento—, comenzaron con el presidente número 20 de la Academia, Pablo Rudomín, fisiólogo experto en neurociencias del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav). Además de su preocupación por dotar a la AIC de un local propio, pues hasta entonces rentaban una oficina en la avenida Revolución, Rudomín apostó fuerte por la divulgación de la ciencia entre grupos no universitarios.

“Yo era presidente (de la AIC), Pepe Sarukhán era vicepresidente y Jorge Flores era subsecretario de Educación. La combinación de los tres fue muy afortunada porque pudimos empezar con todas estas actividades en el Museo Tecnológico (Mutec) y realmente, si lo vemos ahora, pues es algo que ha durado y se ha expandido; es una de las actividades, a mi juicio, más importantes de la Academia, que es la de la difusión del conocimiento científico y tecnológico”, comenta el también ganador del premio Príncipe de Asturias en 1987.

El Mutec fue la primera sede de l programa Computación para niños y jóvenes, ideado para permitir a los menores tener su primer contacto con una computadora. Tuvo tanto éxito que algunos padres llegaban desde la madrugada a hacer fila para que sus hijos entraran a los talleres.

Años después, uno de los investigadores más destacados en la Facultad de Medicina de la UNAM, Hugo Aréchiga, llegó a ser el presidente número 24 de la Academia. Desde esa posición profundizó en la divulgación de la ciencia para el nivel medio superior de la educación.

Hasta hoy, 33 científicos han encabezado la que primero fue AIC y desde 1996 se convirtió en AMC. Los 10 de ellos que ya han fallecido fueron piezas clave en la historia de la ciencia mexicana: Guillermo Haro, Alberto Sandoval Landázuri, José Herrán, Emilio Rosenblueth, Guillermo Massieu, Alfredo Barrera, Agustín Ayala Castañares, Guillermo Carvajal Sandoval, Hugo Aréchiga y Marcos Moshinsky. Todos ellos fueron fundadores de laboratorios, institutos y universidades.

A la lista se unen otros nombres brillantes de científicos vivos y activos, como Guillermo Soberón, Juan Ramón de la Fuente, Francisco Bolívar Zapata, René Drucker, Octavio Paredes, Pablo Rudomín y la primera mujer en la presidencia de la AMC, la bióloga Rosaura Ruiz.

Es verdad que en México el número de científicos aún es muy reducido. Datos de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), correspondientes a 2008, muestran que mientras en México hay 1.2 científicos por cada mil habitantes, mientras que en España son 5.7; en Canadá, 7.7; en Japón, 11, y en Estados Unidos, 9.7… El promedio es de 7.3 en las naciones de la OCDE y nuestro país está muy alejado.

No obstante, es un error pensar que en la ciencia mexicana todo son derrotas: la vida interna de la AMC demuestra que el problema no es empezar sino continuar lo que ya se está haciendo y, sobre todo, no desperdiciar la experiencia.


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