Un aliciente para los momentos de desánimo

Diario de Yucatán
27 de diciembre de 2005
Federico Reyes Heroles

El cientí­fico y polí­tico Guillermo Soberón

Imaginemos al niño nacido en Iguala el 29 de diciembre de 1925. En pleno siglo XXI Guerrero sigue siendo una de las entidades más pobres del paí­s. ¿Cómo serí­a entonces? Imaginemos el entorno educativo, cultural. Su padre, médico reconocido y dueño de una farmacia, conocedor de enfermedades tropicales, lo vio claro. Habí­a que salir. La ciudad de México los acoge, como a millones de mexicanos. El futuro es construcción y esfuerzo. La escuela pública, de la que tantas calamidades se han dicho recientemente, es el camino. La Universidad Nacional lo forma como médico; él sabe que su destino es otro. Un campo virgen.

En Wisconsin se doctora en quí­mica fisiológica. Corre el año de 1956, cuando la especialidad no era moda. Ya es pionero. De regreso, sin continente apropiado para su especialidad, da el primer paso: funda el departamento de Bioquí­mica del naciente Instituto Nacional de la Nutrición. Allí­ labra su vasta producción cientí­fica. Pero claro, una cabeza así­ no podí­a ser desperdiciada por la administración.

Investigar y administrar ha sido el agobiante reto de muchos investigadores que quizá hubieran preferido permanecer en lo suyo. Dirige el Departamento y después la División de Investigaciones. Impulsa la Sociedad Mexicana de Bioquí­mica y la Academia de la Investigación Cientí­fica. De allí­ a la dirección del Instituto de Investigaciones Biomédicas y la Coordinación de la Investigación de la UNAM. Nunca deja de investigar. El 3 de enero de 1977, en el estacionamiento de su Facultad, ¡tomaba posesión! como rector de la UNAM. Eran años de tormenta. El 68 y el 71 están en la memoria. Los vendavales salen de la propia Presidencia de la República. La idea de autoridad pasaba por su peor momento.

¿Qué sabí­a este investigador y médico de polí­tica? El populismo presidencial que le encargaba multiplicar los servicios universitarios como por arte de magia, las embriagadas demandas sindicales y la necesidad de cobijo polí­tico para la izquierda que no tení­a pista pública convirtieron a la UNAM en campo de batalla.

Su nombre se identificaba con dureza. Su gesto, siempre adusto, ayudó a la fama. í‰l fue el encargado de poner el primer dique que dividiese las aguas académicas de las laborales. Fue él quien demostró que la aplicación de la ley no podí­a excluir al campus universitario. Fue él quien tuvo la visión estratégica para descentralizar la educación media superior y la superior. En un paí­s carente de planeación, él la convirtió en obsesión. ¿Dónde estarí­a hoy la UNAM sin los múltiples Colegios de Ciencias y Humanidades y las ENEP que abrieron espacio a decenas de miles de estudiantes? Fue él quien impulsó el Centro Cultural Universitario y la Sala Netzahualcóyotl imaginada por Eduardo Mata. Su rectorado fue lucha permanente. Ocho años después de aquella ceremonia en el estacionamiento, el rector entregaba a la institución en una pieza.

Mientras tanto sus inquietudes intelectuales y cientí­ficas no se detuvieron, por supuesto ya pensaba en los efectos de la fijación del nitrógeno y otras visionarias aventuras cuando fue invitado al servicio público federal. Allí­ nuestro personaje encara nuevos retos. La descentralización de pesado aparato burocrático pero también asuntos sorpresivos como el VIH. Fue él quién reaccionó a tiempo y puso en muy buenas manos un programa de alerta entre los grupos vulnerables. Fue él quién rompiendo tabúes institucionalizó la palabra condón, que por cierto le costaba trabajo pronunciar. Todo el mundo lo miraba como a un lunático ofuscado en regular el tráfico de la sangre. Resultado, décadas después, por supuesto: frente a EE.UU., Centroamérica y el Caribe, México se mira como un territorio mucho menos afectado por el mal. A nuestro guerrerense le tocarí­a parir la Ley General de Salud. Fue él quien impulsó por primera ocasión la incorporación universal a los servicios de salud. Fue él.

La lista de publicaciones, trabajos cientí­ficos, doctorados Honoris Causa y demás reconocimientos nos hablan de un hombre que nunca ha cejado en su empeño por buscar un mejor paí­s, un mejor mundo. La ciencia, su gran arma. Por si no fuera suficiente, nuestro personaje fue el promotor de una posición de avanzada en la investigación sobre el genoma humano. La ignorancia y los criterios conservadores estuvieron a punto de confabular contra la libertad cientí­fica. Este creador de instituciones, entre las que se encuentran la Fundación Mexicana para la Salud, supo discretamente ganar la batalla.

Se pensará que un hombre así­ debe ser un monstruo, como es común. Pues no, resulta que este señorón junto con Socorro Chávez, gran mujer, quí­mica, profesora, compañera de vida, creó una sólida familia de profesionistas comprometidos. El poder les trajo tiempos de oscuridad que supieron guardar con total discreción e incluso ante la afrenta reaccionaron con algo más que generosidad. A este hombre con fama de duro se lo puede usted encontrar cualquier domingo comiendo en familia, por allá en el sur de la ciudad. Su casa, de gran sencillez, no cambió ni con los premios, ni con los cargos. El poder no lo tocó. Aún más, este hombre de huesos morales muy sólidos, se da el tiempo de aportar a su sociedad trabajo filantrópico del que pocos saben y también de ser gozoso, en su forma. Por eso cuando terribles nubarrones de podredumbre nos hagan creer que todo lo han invadido, cuando en algún momento en este cierre de año queramos celebrar lo celebrable, pensemos en este gran señor, un mexicano notable que con mucho trabajo, seriedad y entrega hizo de México un mejor sitio. Su nombre, Guillermo Soberón.— México, D.F.

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