El Universal
14 de mayo de 2008
Mauricio Merino
Profesor investigador del CIDE
La semana pasada se inauguró el cuadragésimo noveno año académico de la Academia Mexicana de Ciencias: la asociación que reúne a buena parte de los investigadores de las ciencias naturales, exactas y sociales del país.
En su apertura, Rosaura Ruiz (nueva presidenta de la academia) insistió con razón en la necesidad de vincular en serio la investigación científica con el espacio público mexicano. No sólo en los ámbitos de las empresas y las inversiones privadas, sino también en la administración pública y, por supuesto, en la divulgación del conocimiento. Algo que, en México, se hace poco y mal.
El país está ahíto de ideas y plagado de ocurrencias de toda índole. Los medios suelen ser simples reproductores de las declaraciones y las agendas de los políticos (así sea para oponerse a ellas) y de ahí la pobreza de nuestro debate público, que es un correlato de la carencia de ideas bien fundadas. Y es que el análisis de las ocurrencias del día no sustituye a la creación de conocimiento. Sin embargo, la investigación de fondo prácticamente no tiene salidas públicas.
México invierte poco en la generación y menos en la divulgación del conocimiento. El gasto total destinado a la ciencia y la tecnología durante 2007 fue de apenas 0.36% del PIB, mientras que en otros países como Argentina fue de 0.49%, en Brasil ascendió a 0.91%, y en Costa Rica —donde más se invierte en toda América Latina— fue de 1% (que es la cifra que ordena la ley mexicana, sin cumplirse). En los países de mayor crecimiento, en cambio, ese gasto fue mucho mayor: en Alemania ascendió a 2.5% por PIB, en Estados Unidos a 2.6% y en Japón a 3%.
Con todo, solamente en el rubro presupuestal destinado al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, el año pasado se gastaron 11 mil 474 millones de pesos, mientras que para 2008 se programaron 13 mil 175 millones de pesos. Una cifra equivalente a la que se destinó, por ejemplo, a los gastos electorales durante el año 2006.
Dentro de esos rubros destinados a la producción y divulgación del conocimiento, cerca de 26% se destinó, a su vez, al Sistema Nacional de Investigadores (mil 465 millones de pesos), y otro tanto al financiamiento de proyectos de investigación (mil 466 millones). Sin embargo, casi nadie conoce los resultados de esas investigaciones y se aprovechan muy poco para definir inversiones o políticas públicas.
Los usuarios del conocimiento prefieren pagar cantidades enormes por las consultorías o las asesorías expertas que contratan para resolver sus problemas puntuales, que acudir al conocimiento ya construido por las instituciones de investigación superior. Les gusta más pedir a la carta, aunque les salga carísimo, que consumir del buffet.
No obstante, solamente en las áreas de ciencias sociales y humanidades del Conacyt hay 4 mil 513 investigadores activos (de los cuales, por cierto, 2 mil 333 residen en la ciudad de México). Su promedio de producción es de casi dos artículos o capítulos dictaminados al año, lo que significa que producen cerca de 9 mil textos de investigación sobre los problemas sociales, económicos y políticos que afronta el país, cada año. ¿Quién los conoce? Acaso se divulgan en sus propias universidades, cuyas revistas y libros consumen apenas unas cuantas personas. Hay que decirlo otra vez: se gastan casi mil 500 millones de pesos al año para respaldar a ese grupo de investigadores, cuyas aportaciones podrían ser vitales para comprender mejor el país, pero cuyos trabajos no son conocidos más que por un puñado de colegas y de estudiantes.
En caso de dudas sobre la calidad de esas aportaciones, vale la pena anotar que solamente en las áreas dedicadas a las humanidades y las ciencias sociales hay mil 381 investigadores de tiempo completo que han logrado alcanzar los niveles II y III del sistema nacional de investigadores: son las personas que han acumulado varios años de investigación ininterrumpida y que han publicado libros y artículos de alta calidad a lo largo de su trayectoria.
La producción de esa élite académica dedicada a estudiar a México rebasa los 3 mil artículos, capítulos y libros publicados cada año. Algunos han alcanzado fama pública, son consultados por los medios, tienen espacios propios y publican artículos periódicos de divulgación. Pero la gran mayoría permanece en la sombra y, en casi todos los casos (incluyendo a los encumbrados), su trabajo de fondo circula apenas entre iniciados. Cuando alguien consigue vender más de 2 mil ejemplares de un libro, ya puede considerarse un best seller.
Nadie ha sabido aprovechar esa fuente (prácticamente inagotable) de información, ideas y pedagogía pública. Eventualmente, la prensa escrita recupera algo de lo que hay tras esos miles de productos de investigación social, política, económica e histórica que explican sistemáticamente a México.
Y en el mejor de los casos, algunos de los investigadores más connotados son invitados a discutir temas coyunturales, o a algún noticiario para explicar las ocurrencias del día. Pero la divulgación del conocimiento es otra cosa y, más todavía, aprovecharlo de verdad para entender (y aun cambiar) una parte de la realidad humana y social de México.
Es otra de nuestras tragedias: los políticos, los empresarios y los académicos vivimos en países distintos y ensimismados. Como si tuviéramos dinero de sobra, cuando en realidad falta. Tiene razón la academia: ya es hora de reclamar que la producción de conocimiento se tome en serio.