Maremotos, viejos conocidos de las costas del Pací­fico mexicano

La Jornada
LAURA POY SOLANO

Martes 18 de enero de 2005.- En la primavera de 1787, tras un fuerte sismo que sacudió las costas de Guerrero y Oaxaca la mañana del 28 de marzo, un fenómeno desconocido para los habitantes de la costa del Pací­fico generó asombro y muerte: el mar retrocedió, dejando al descubierto el fondo marino; momentos después el agua cubrió casas, arrasó tierras de cultivo, ganado y a quienes pescaban cerca del litoral.

Los 55 maremotos que han azotado los litorales del Pací­fico mexicano en los últimos 250 años sembraron no sólo destrucción y pérdidas de vidas humanas: sus efectos se extendieron a ciudades y localidades remotas como la ciudad de México y Xochimilco, que en abril de 1845 prácticamente fue destruido por un fuerte sismo con epicentro en las costas de Guerrero.

El testimonio de uno de los sobrevivientes narra cómo «muchas de las chinampas han desaparecido sumergidas en el agua, otras se han volteado, más se han dividido y las siembras de muchas se han perdido. Es, es una palabra, el espectáculo más deplorable».

Un recuento de los daños causados por los sismos y maremotos, identificados en diversos archivos históricos y publicados en el libro Los sismos en la historia de México, de Virginia Garcí­a Acosta y Gerardo Suárez Reinoso, editado en 1996, revela no sólo el comportamiento de la actividad sí­smica en México, sino también los daños materiales y sicológicos en la población, como ocurrió en abril de 1907 tras un sismo que afectó al Distrito Federal, cuando las autoridades reportaron «un hombre que murió de miedo y una mujer que enloqueció» como parte de los efectos de la sacudida.

De la consternación y el asombro a las penitencias y peregrinaciones públicas por temor a nuevos estragos, los fenómenos naturales ocasionados por la intensa actividad sí­smica registrada en los últimos siglos dejaban profunda huella en quienes presenciaron alguno de los maremotos que periódicamente afectaron las costas del Pací­fico, así­ como de aquellos que vieron destruidas sus ciudades por los fuertes sismos.

Insólita fuerza

Los testimonios consignados en documentos oficiales, telegramas, cartas y notas dirigidas a autoridades locales y nacionales revelan la insólita fuerza de la naturaleza para destruir localidades enteras, desaparecer embarcaciones, derrumbar murallas y acueductos y causar enormes daños en playas, bosques y tierras de cultivo.

El 28 de marzo de 1787, poco después de las 11 de la mañana, señala un testimonio, en las costas de Jamiltepec, Oaxaca, «algunos costeños, entre ellos Francisco Rivas, regidor de la ciudad, pudieron salvar sus vidas subidos en los árboles hasta que se retiraron las aguas. Los pescadores de la albufera de Alotengo vieron con asombro cómo el mar se retiraba dejando descubiertas en más de una legua de extensión, tierras de diversos colores, peñascos y árboles submarinos. Luego, con la velocidad con la que se habí­an alejado, cubrió con sus ondas las playas, y entre ramas, al volver a su caja, dejo muchos peces muertos. De los pescadores, algunos perecieron y otros pudieron levantarse».

Los registros históricos señalan que los sismos, seguidos por maremotos con olas superiores a nueve metros de altura, como sucedió en las costas de Acapulco en julio de 1909, también tuvieron efectos devastadores en la capital del paí­s, como consigna un reporte oficial de marzo de 1834, cuando poco después de las diez y media se produjo un sismo con oscilaciones regulares «que fueron aumentando poco a poco hasta que se hizo difí­cil seguir de pie y a cientos de personas les vinieron náuseas, como si estuvieran mareadas. Los arcos del acueducto que trae el agua a México se doblaron por su centro. Dicho terremoto se sintió casi simultáneamente en Veracruz, San Andrés Tuxtla, Jalapa y Puebla. En la dirección de Acapulco adquirió tal violencia que destruyó casas, agrietó la tierra, y por último se hundió en el mar, donde las olas se alzaron e hincharon, como bajo el influjo de una fuerte borrasca».

Asombrados, los habitantes de la costa del Pací­fico han dado cuenta en los últimos 250 años de los efectos de sismos y maremotos. En febrero de 1754, tras un fuerte sismo frente a las costas de Acapulco, Guerrero, «el mar retrocedió dejando a un naví­o varado, el castillo y las murallas sumamente maltratados y la mayorí­a de las casas arruinadas».

En 1806, en Colima, «se registraron fuertes temblores durante ocho dí­as y el mar se salió más de 600 pasos, inundando las salinas de San Pantaleón, que quedaron inundadas hasta 1825». Lo mismo ocurrió el 24 de febrero de 1875, cuando un fuerte sismo que azotó las costas de Manzanillo dejó consternado a un sobreviviente, quien describió los «pavorosos bramidos del mar e inusitados movimientos que no cesaron sino mucho después del fenómeno».

La ciudad de México sufrió durante el siglo xx diversos terremotos que causaron graves pérdidas humanas y económicas, como el ocurrido la noche del 14 de abril de 1907, con epicentro en las costas de Guerrero, que ocasionó serios daños a la ciudad por la destrucción de casas, edificios e incluso la caí­da de un muro en la cárcel de Belem, «lo que alborotó a los presos que moraban en el viejo edificio y que hubo que sacar al patio, además de las muchas grietas en las calles, la más larga fue de unos 218 metros en la calle de Mosqueta, de tres a 13 centí­metros de ancho».

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