La Jornada
20 de enero de 2010
Javier Aranda Luna
¿Los homosexuales pueden aspirar al amor? ¿A ese desprenderse uno para mirarse en el otro y que hace vivir juntas a dos personas hasta que la muerte las separa? ¿Podrá impedírselos la biología como algunos creen o su preferencia sexual como piensan” otros?
Y las lesbianas, por su preferencia de relacionarse con las personas de su mismo género, ¿serán incapaces de sentir el llamado de la maternidad?
Cuando la Iglesia católica llegó a América los clérigos no creían que los indios tuvieran alma y esa creencia duró más de una centuria. Y hace apenas 60 años en uno de los países más desarrollados del mundo todavía se preguntaban si los negros podían sentarse en los trenes y autobuses junto a los blancos, aunque hubieran pagado unos y otros el mismo pasaje. Hoy esa nación que discriminó a los negros, a los nigros, a los que venían de Nigeria, es dirigida por uno de ellos.
Si los nazis pasaron de la biología a la teología para fundar la religión del “súper hombre” y la “raza pura”, hoy la Iglesia católica pretende saltar de la teología a la biología para justificar la violación sistemática de los derechos humanos de mujeres, lesbianas y homosexuales en nombre de una “ciencia” que los científicos y las academias que los congregan no reconocen.
Basta leer el desplegado que respecto de la criminalización del aborto publicó la Academia Mexicana de Ciencias (AMC) para entender de qué tamaño es el problema que fomenta la Iglesia y algunos legisladores de medio pelo. Allí advierte con todas su letras del preocupante e “inaceptable fenómeno regresivo que en los últimos meses ha estado socavando la racionalidad política en el país y amenazando con retroceder a etapas dolorosamente superadas hace siglo y medio”.
En lo jurídico, señala el documento de la AMC, se violan los principios del Estado laico y “se amenaza contra la racionalidad del sistema jurídico nacional”. En lo científico se impone una visión simplista, arbitraria y poco informada sobre lo que es la vida y, en lo práctico, se pone en marcha una “maniobra insidiosa con potencial para penalizar de modo tajante y obtuso a las mujeres de México y a los médicos involucrados y, como propósito subyacente, establecer un método de legislar que no considere los avances de la ciencia”.
¿Por qué las mujeres no pueden decidir sobre su cuerpo y ejercer el derecho de manera libre, responsable e informada sobre el número de hijos que quieran tener como lo consagra la Constitución? Y los 17 estados que criminalizan al aborto, ¿por qué sólo encarcelan o castigan a las mujeres y no a los hombres que las preñaron y decidieron por omisión o comisión que no querían ejercer la paternidad?
Hoy más de 60 mujeres están encarceladas por decidir sobre su propio cuerpo y su futuro. Los curas que antes quemaban libros ahora queman condones y, en un arrebato de amor inverosímil, se congratulan con el encarcelamiento de esas mujeres. ¿Eso aprendieron del Cristo que predican en sus sermones? ¿Es ese el amor al prójimo en el que se resumen todas las leyes?
Tan preocupado está el clero mexicano por el rumbo de la humanidad que ha olvidado poner orden en su casa. Por lo menos no lo ha hecho con algunos se sus prominentes miembros como el padre Marcial Maciel o con aquél otro inolvidable personaje que estuvo en estas tierras: el representante del Vaticano Jerónimo Prigione que fue mensajero de dos de los narcos más buscados durante el sexenio salinista.
Pero tampoco debe extrañarnos que la Iglesia busque la paja en el ojo ajeno y no en el propio: no lo hizo con los y las religiosas que emparedaron el producto de sus amores clandestinos en los conventos ni lo hace ahora cuando el cardenal Norberto Rivera tiene oídos sordos a la sentencia de dar al César lo que es del César al hacer un llamado a la desobediencia civil y lanza un estruendoso “al diablo con las instituciones”. Dice el cardenal: “nosotros pastores del pueblo de Dios tampoco podemos obedecer primero a los hombres que a las leyes de Dios. Toda ley humana que se le contraponga será inmoral y perversa…” Como lo fueron las teorías de Galileo que tardaron en reconocer varias centurias.
Si la humanidad les importa tanto a los sacerdotes, ¿por qué no luchan con la misma fuerza con la que buscan criminalizar a las mujeres que abortan para detener el alarmante crecimiento de adictos en ese México católico que presumen representar?
¿Y en verdad serán representantes de su rebaño? Sabrán que sus propios fieles mediante una encuesta hicieron que la Secretaría de Salud autorizara el uso de la pastilla del día siguiente y que 85 por ciento de los católicos según otra encuesta divulgada por Católicas por el Derecho a Decidir está de acuerdo en el uso del condón para prevenir el sida? Estos indicadores y otros como el descenso del porcentaje de bodas religiosas y la crisis de vocación sacerdotal, ¿no significarán que el clero ya perdió el piso del pueblo que dice pastorear?
Si lesbianas y homosexuales quieren casarse por amor o sólo para dar seguridad jurídica a sus parejas, heredarles su bienes o simplemente para inscribirlos en el seguro social y pagan como cualquier ciudadano sus impuestos, ¿por qué habremos de impedirlo? ¿Por qué no dejarlos adoptar a uno de esos cientos de niños que la Iglesia y su principales feligreses no han querido adoptar?