La Crónica de Hoy
24 de junio de 2009
Jorge Flores Valdés*
Opinión
Imagínese un país carente de investigación científica. Transcurre la mitad del siglo XX, el siglo de la ciencia. Un joven serio, muy serio, alto, muy alto, regresa a ese país después de haber obtenido el grado de doctor en física en una de las más prestigiosas universidades de un país poderoso. Retorna a un desierto científico. Él solo, sin ayuda alguna, publica un año después cuatro artículos en la ya para entonces principal revista de investigación del mundo. En una de esas publicaciones, presenta una idea original, que él llamó la difracción en el tiempo, fenómeno que habría de ser comprobado experimentalmente cuatro décadas más tarde. Se da cuenta de que la ciencia es internacional y que es preciso alentar la cooperación académica para que el desierto deje de serlo. Con sus colegas de otros países igualmente atrasados, organiza una escuela de verano a la que se invitan a físicos distinguidos de países avanzados y científicos jóvenes de la región. Con su trabajo y ejemplo, impone en el país nuevas reglas para hacer ciencia: asiduidad, perseverancia, y sobre todo honestidad. Contrasta todo ello con lo que muchos otros, tuertos en un país de ciegos, pregonaban.
Tal historia no es imaginaria, corresponde a los inicios de la carrera del maestro Marcos Moshinsky. Después de recibirse como físico en la Facultad de Ciencias de la UNAM, con una tesis dirigida por don Manuel Sandoval Vallarta, Moshinsky fue a estudiar a la Universidad de Princeton en Nueva Jersey. Princeton era, y todavía lo sigue siendo, uno de los principales centros de investigación en física teórica del mundo. Ahí obtuvo el grado de doctor con una tesis dirigida por Eugene Wigner, uno de los físicos teóricos más importantes del siglo XX, quien recibió el Premio Nobel en 1963.
Al regresar en 1949 a México a trabajar en el Instituto de Física de la UNAM, única institución en la que se hacía física en nuestro país, la situación no podía ser más angustiosa, contrastante con Princeton. Además de Moshinsky había en nuestro desierto científico sólo otros dos mexicanos con un doctorado en física. ¿Qué haría sin los consejos que semana tras semana le daba Wigner? Sin seminarios ni revistas científicas, sin posibilidad de discutir con los colegas, ¿cómo podría obtener resultados nuevos e interesantes? Pues el joven doctor Moshinsky lo logró, como lo mencioné al principio.
Moshinsky pronto se da cuenta de que sin un fuerte intercambio científico es imposible realizar buena investigación científica. Mantiene sus ligas con Wigner y con Valentin Bargmann en Princeton; trabaja unos meses en París. Organiza en 1956 la Escuela de Verano en la UNAM, y en 1959, junto con Juan José Giambiaggi, argentino, y con José Leite Lopes, brasileño, la Escuela Latino Americana de Física, la ELAF. Esta escuela de verano tenía y todavía tiene como objetivo poner en contacto a físicos jóvenes de América Latina con científicos experimentados de los países que dictan la moda de la ciencia. En un principio, la sede de la ELAF habría de rotar entre Río de Janeiro, Buenos Aires y la ciudad de México. A causa de problemas políticos en Brasil y Argentina, este plan no pudo llevarse a cabo ahí y sólo México cumplió. Gracias al tesón de Marcos Moshinsky y sus alumnos, la Escuela ha tenido lugar en la UNAM cada tres años desde hace medio siglo.
Muestra también de su afán por promover la ciencia en México es la creación en 1958 de la Revista Mexicana de Física, la cual dirigió durante 12 años. Colaboró en la fundación de la Academia de la Investigación Científica, hoy Academia Mexicana de Ciencias, siendo su presidente en 1961. También presidió la Sociedad Mexicana de Física, en un período en que él organizó el primer y, por desgracia, hasta hoy único Congreso Latinoamericano de Física, en el año turbulento de 1968. Además, fue durante muchos años editorialista de Excélsior y luego de Proceso.
Conocí al maestro, como todos le llamábamos, cuando la Academia de la Investigación Científica le otorgó el primer Premio de Ciencias. Marcos tenía entonces poco menos de cuarenta años y era ya un físico reconocido. En la década de los años cincuenta inició el romance más largo de su vida científica: se enamoró del oscilador armónico. Es éste un sistema físico pleno de simetrías que sirve como el punto de arranque para entender muchos problemas, entre ellos la estructura del núcleo atómico. Usando las propiedades de este oscilador armónico, el maestro obtuvo los paréntesis de transformación que lo volvieron famoso, pues con ellos se podían realizar cálculos nunca antes posibles.
Junto con el reconocimiento internacional, recaen en Moshinsky distintos premios y distinciones nacionales. En rápida sucesión obtiene el Premio “Elías Sourasky”; el “Luis Elizondo” y, en 1968, el Premio Nacional de Ciencias. Luego ingresa a El Colegio Nacional. Habría después de obtener tres premios internacionales importantes: el Príncipe de Asturias, que otorga el gobierno español; el Bernardo Houssay, de la Organización de Estados Americanos; y el Premio de Ciencias de la UNESCO. Además, fue invitado a formar parte de la Academia Vaticana de Ciencias, de la American Academy of Science and Arts y de la Academia de Ciencias de América Latina, entre otras. La UNAM no se queda atrás en el reconocimiento a Moshinsky: le otorga el primer Premio Universidad Nacional, lo designa investigador emérito del Instituto de Física y luego doctor Honoris Causa en 1996. Asimismo, la UNAM estableció la Medalla Moshinsky, para premiar el trabajo excepcional de físicos teóricos que trabajan en México.
En los sesenta, el maestro inició sus trabajos sobre la teoría de los grupos, técnica matemática que describe la simetría de muchos sistemas físicos. La aplicó a sistemas nucleares, atómicos, en las transformaciones canónicas, en sistemas magnéticos, en partículas elementales, en fin, en una gran variedad de problemas. Por ello le fue otorgada la Medalla Wigner, alta distinción en el campo de la física matemática y luego el doctorado Honoris Causa de la Universidad de Frankfurt.
El número de artículos sobre física teórica que publicó desde 1947, fecha de su primer trabajo, es simplemente avasallador: son 313, todos ellos en las mejores revistas del mundo y que han sido citados más de 5 mil veces en la literatura especializada. Vemos que, en promedio, produjo cinco artículos cada año, cifra excepcional para un físico teórico. Marcos Moshinsky fue pues un muy prolífico investigador. Empero, no en vano le llamábamos el maestro. Fue el guía de un gran número de físicos más jóvenes que él, mexicanos y extranjeros. Dirigió muchas tesis de licenciatura y de doctorado. Además, una docena de investigadores de muchos países realizaron su trabajo posdoctoral con él. Durante cinco décadas impartió cátedra en el curso sobre mecánica cuántica en la Facultad de Ciencias. Sin embargo, esto no basta. Le llamamos el maestro por su gran generosidad, porque su deseo fue que sus alumnos aprendieran incluso a superarlo. Alguna vez le oí decir lo que era un verdadero maestro, comparando lo que ocurre en el juego de frontón. Al principio, cuando el estudiante arranca, el maestro sabe bien por dónde regresará la pelota. Cuando el estudiante le sorprende y realiza un tiro inesperado para el maestro, éste sabe que empieza a cumplir su misión: el alumno comienza a cocinar sus propias ideas.
La vida científica de Moshinsky se inicia cuando la ciencia mexicana contaba con unos cuantos enamorados del conocimiento científico, cuando unos cuantos bohemios luchaban por convertirse en investigadores, cuando no había escuelas ni centros de ciencia. Gracias a su trabajo, a su energía, a su visión, compartidos con algunos otros grandes hombres, México entró a una segunda etapa de desarrollo, a la de la ciencia profesional. En el campo de la física teórica, él fue el primer científico profesional y nos enseñó a dos generaciones de físicos a serlo también. Algún día, un gran científico extranjero conocedor de la ciencia mexicana me dijo: “hay pocos países en que una sola persona haya sido la base de toda una ciencia”. Sin embargo, sus enseñanzas no paran ahí. Es claro que le gustaría ir más allá y entrar a la tercera etapa, la de los grandes logros científicos. Marcos fue más que un maestro. No sólo enseñó a varias generaciones de físicos a hacer investigación valiosa, también les indujo valores éticos y científicos.
Marcos Moshinsky falleció el primero de abril de 2009, a los 88 años de edad. Con su deceso, la Universidad Nacional y México pierden no sólo a uno de sus académicos más distinguidos, sino también a un gran líder moral, guía señera de la ciencia mexicana.
*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República (CCC)
*Investigador del Instituto de Física, UNAM
consejo_consultivo_de_ciencias@ccc.gob.mx