A Ciencia cierta
26 de julio de 2005
Horacio Rivera*
Una encuesta anónima por B.C. Martinson et al. (Nature 435: 737, 2005) reveló que 1/3 de 3 247 investigadores con financiamiento de los Institutos Nacionales de Salud en Estados Unidos reconocen haber incurrido en conducta científica impropia. Por supuesto, las transgresiones mayores (fraude, falsificación y plagio( fueron más raras que las menores como autorías espurias y publicaciones duplicadas, pecadillos que en consecuencia representan una amenaza mayor para la ciencia y no deben soslayarse (L.J. DeFelice. Nature 353: 104, 1991).
Por su parte, la Office of Research Integrity (ORI) en EU recibió 267 alegatos de conducta impropia en 2004, de las cuales 64 fueron o están siendo formalmente evaluadas (cifras 50 y 74 por ciento mayores respecto al 2003), mientras que 172 fueron excluidas por carecer de suficiente información o no corresponder a la restringida definición de ¡misconduct! (fraude, falsificación y plagio) de la propia ORI. Por ejemplo, algunas acusaciones de plagio son para la ORI conflictos de autoría o disputas por los créditos, conflictos que en realidad dan lugar a las acusaciones más frecuentes (Fraud and Misconduct in Medical Research, S. Lock y F. Wells eds, Segunda Ed, BMJ Publishing Group, 1996).
Estos datos concuerdan con la hipótesis de que la distribución de los distintos tipos de mala conducta es unimodal con las formas ¡leves! siendo las más frecuentes (R. Smith, en The COPE Report 2000).
Martinson et al. comentan además que aunque el enfoque de la conducta impropia ha pasado del de ¡las manzanas podridas! a uno que promueve la conducta científica responsable e íntegra, habría que considerar también cómo las estructuras y los sistemas institucionales tienen consecuencias negativas en la ética científica.
Subrayo que México no cuenta con una comisión u oficina nacional que, análogamente a las que ya funcionan en países desarrollados, no sólo atienda las acusaciones de conducta impropia sino que intente prevenir ésta mediante la instrucción formal en ética y responsabilidad científicas, particularmente en los posgrados. Podría contra-argumentarse que dicha instancia no es necesaria dado que el Reglamento en Materia de Investigación para la Salud (SS, 1986) establece la creación de una comisión de ética en toda institución de investigación, comisión que debe atender también señalamientos de conducta impropia (Martínez-García M y Zenteno-Savín T. El papel de la ética en la investigación científica y la educación Superior, Aluja M y Birke A eds. AMC, 2003). Parece, sin embargo, que tamaña perogrullada no es obvia para la Comisión de í‰tica de mi centro de trabajo, la cual sostiene que los conflictos de autoría y por atribución de créditos no son de su incumbencia (!), a pesar de que el reglamento aludido estipula que una de las finalidades de la Comisión de í‰tica es vigilar la aplicación del mismo (art. 100) y que el art. 120 enuncia que ¡el investigador principal… [otorgará] el debido crédito a los investigadores asociados y al personal técnico…!.
Para concluir, refrendo mi adhesión al cuestionamiento de la cultura de la contabilidad académica (P.A. Lawrence, Nature 422: 259, 2003; Editorial, Nature 435: 1003, 2005; H. Rivera, Rev Med IMSS, 43: 347, 2005) preconizada por los fanáticos del Factor de Impacto (FI), indicador engañosamente preciso puesto que en realidad no dice mucho acerca de la calidad de una revista ya que depende de una pequeña minoría de artículos muy citados (Editorial, Nature 435: 1003, 2005).
Si bien es cierto que el FI llegó para quedarse, su desmesurado empleo para juzgar instituciones e investigadores no refleja más que la enfermiza dependencia de los administradores de un indicador sin valor intrínseco (Editorial, Nature 435: 1003, 2005).
*Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias adscrito al Centro de Investigación Biomédica de Occidente, IMSS, Guadalajara. hrivera@cencar.udg.mx.