Contra la discriminación

La Jornada
22 de febrer0 de 2007
Adolfo Sánchez Rebolledo

Sorpresa, desazón. El debate sostenido en la Suprema Corte de Justicia en torno a si se acepta o no el amparo interpuesto por 11 miembros del Ejército infectados con el virus del VIH para evitar su despido del servicio, puso de manifiesto hasta qué punto en temas como este subsisten profundos desacuerdos, muchas veces fundados en simples lugares comunes ajenos al pensamiento cientí­fico e, incluso, al razonamiento jurí­dico que deberí­a guiar al máximo tribunal. Como ha sido ampliamente informado, durante el debate de los dí­as pasados, los ministros se dividieron en dos posturas realmente antagónicas, ambas reflejo del enfoque contradictorio que aún prevalece en el seno de las instituciones y en sectores de la sociedad.

Por un lado, se presentó la tesis que desestima la supuesta inconstitucionalidad de las normas militares vigentes y, por tanto, rechaza el amparo solicitado por los quejosos, dando para ello al menos dos argumentos: a) considerar al sida como una causal de inutilidad comparable a las otras 200 catalogadas como tales por los servicios de salud militares, y b) aunque se admita que un individuo contagiado con el VIH puede prestar el servicio, la baja servirí­a para proteger los intereses generales de la institución y la comunidad en la que actúa.

El ministro Góngora Pimentel, tan lúcido en precedentes intervenciones sobre violaciones a las garantí­as individuales, en esta ocasión alentó una tesis discriminatoria al afirmar que se trataba de proteger el interés público, en la medida que el cese evita que «esa persona» sea un instrumento de contagio para sus compañeros de servicio o para la población civil en general». La debilidad manifiesta de tal razonamiento se hizo patente luego de la réplica de su colega José de Jesús Gudiño Pelayo, quien con toda lógica señaló que tal argumento llevarí­a a la conclusión de «sacar a todos los seropositivos de las escuelas, de los lugares públicos, prohibirles el acceso a los deportes…» En otras palabras: a consagrar la exclusión y a privilegiar los prejuicios causados por la desinformación en tan delicada materia.

Acostumbrado a pronunciar las grandes frases del dí­a, el ministro Azuela se opuso con energí­a a que se tomaran en cuenta las propuestas «revolucionarias» de varios de sus pares, desestimando -mediante una grosera reducción al absurdo- las ponderadas argumentaciones de José Ramón Cossí­o y el propio Gudiño ya citado. Apoyándose en los resultados de un informe de la Academia Mexicana de Ciencias, Cossí­o dijo que dicho dictamen «me lleva a concluir que tener la calidad de seropositivo no es de suyo una causa de inutilidad para llevar una vida normal, lo cual fue la causa de las bajas en el caso concreto», pues finalmente, como sostienen los especialistas médicos, con atención adecuada los portadores del virus pueden realizar satisfactoriamente sus actividades.

Una de las batallas más importantes en el combate contra el sida ha sido -y es- conseguir la «desestigmatización» de los pacientes que lo padecen. Expulsados de sus trabajos, evitados en amplios cí­rculos sociales, sin protección sanitaria suficiente para enfrentar tratamientos costosos, ellos son las ví­ctimas propiciatorias más de la intolerancia que de la misma enfermedad, pues en el fondo de ese trato deshumanizado, junto a la supercherí­a y la mentira no piadosa, está una visión de la vida y la sexualidad atada a la moral más estrecha y conservadora, esto es, a ciertas costumbres de origen religioso que todaví­a se quieren hacer pasar como normas civilizadas de convivencia.

Serí­a un paso atrás que la Suprema Corte, en atención a criterios de excepción, juzgara equivocadamente este asunto. Una resolución favorable al amparo serí­a un mensaje claro a la sociedad y al Estado para enfrentar con todos los recursos un problema que no desaparecerá como por ensalmo, sin la actuación radical de la comunidad entera.

En mi muy modesta opinión, la Suprema Corte no puede aceptar que la mejor manera de enfrentar la pandemia sea la de considerarla como un asunto concerniente a la esfera individual, ante la cual el Estado se lava las manos. Es inútil declarar que los pacientes se contagiaron fuera del escenario laboral, como si con ello se cancelara toda responsabilidad contractual institucional por el cuidado de la salud. Serí­a increí­ble que se asumiera la «baja» como solución a un problema que trasciende a los individuos concretos y a las instituciones como tales, sin reflexionar siquiera en soluciones alternativas que protejan los derechos humanos de los involucrados. El Ejército Mexicano no tiene que actuar como un patrón despiadado ante la desgracia de algunos de sus miembros, quienes fueron alertados acerca de su contagio cuando prestaban normalmente sus servicios y ahora se les pretende lanzar a la calle, es decir, al ancho circuito del desempleo y la discriminación. Pueden y deben buscarse soluciones que, sin romper la disciplina y el orden interior, aseguren el derecho a la salud. Ojalá y hoy la Suprema Corte nos de una lección de sabidurí­a y humanismo.

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